Más lucrativo que al Mossad es hacerles mandados a los Peirano
Érase una vez un periodista excepcional que viajó a España a hacer la entrevista más notable de su vida y el pedo le salió más alto que el traste.
Convencido por sus amigos de que habría de tocar el cielo con las manos, cruzó el océano, aterrizó en Madrid, durmió en un hotel cuatro estrellas, caminó una tarde por la Plaza Mayor, y durante tres días escuchó los desvaríos poco creíbles de un anciano traidor y miserable que lo defraudó, lo arrancó de la fantasía y lo devolvió a la cruda realidad.
Envuelto, revuelto y devuelto, el viajero volvió sobre sus pasos, atravesó medio mundo y publicó lo que para algunos giles fuera la nota del año y, para los más amigos, la que lo convertiría en un Premio Pulitzer.
Sin embargo, el encargo de hacer una novela que pusiera en el estrellato al traidor y diera vuelta la tortilla poniendo a los acusadores en la cruz, comenzaba a hacer agua cuando el turista se percató de que el actor no estaba a la altura del guión.
Desalentado por lo imposible de la empresa que le habían encomendado, abandonó la idea y comenzó a contar las horas que pasarían hasta que los amigos de la embajada le pagaran a la competencia para que ésta hiciera la misma tarea, esperando que tuviera más éxito.
Una vez más la montaña parió un ratón, cuando el Judas, en un abrir y cerrar de ojos, cambió los mullidos colchones del Sheraton de Punta Carretas por una colchoneta meada de las que arrojan en el suelo de la Dirección de Inteligencia.
El periodista, decepcionado, dudando incluso de su fenomenal inteligencia, avalada por su exitosa carrera profesional, comenzó a escribir, golpeando sin piedad el teclado de su computadora.
Había intentado convertir a un asesino serial en un héroe traicionado, y ahora se volvía evidente que había promocionado a un canalla, con el doble propósito de enchastrar a los traicionados y satisfacer los mandados de aquellos servicios, como el Mossad y la CIA, que, esta vez, le metieron los cuernos con los muchachos de El País. El periodista estrella mostró su verdadera alma mercenaria, la que sugiere que toda ética tiene un precio, que la lealtad se transa en el mercado y que, al fin de cuentas, todo ser humano es potencialmente un miserable que se vende por un puñado de dólares.
Al fin y al cabo, pensó, un poco avergonzado, es mejor y más lucrativo hacer los mandados de los Peirano.
Por Alberto Grille, Caras y Caretas
0 comentarios