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CAUSA ABIERTA

Mi mujer, la asistente social

Mi mujer, la asistente social

Por Carlos Lemos

Aquél 18 de abril de 1966 cumplía 17 años. Había ido de traje y corbata al IAVA. Mi querida vieja me había dado unos mangos y tenía en el bolsillo hasta un paquete de Phillips Morris. Acostumbrado a fumar Caporale, me sentía un bacán. Cuatro compañeros, pintunes en serio ellos, resolvieron pasar un rato conmigo y cruzamos al “Refugio, ese querido boliche envuelto en humo y clima de guerra pacífica. 

Estaba lleno hasta la boca. Nos llamó a atención que en una mesa solo había una piba estudiando. Ché, esa mina tiene cuatro sillas vacías, alertó el más guapo de la barrita, que no era yo por cierto.

Dirigí la pequeña caravana hacia ese estrecho entrepiso. Me paré frente a ella y luego de presentarme y decirle que era mi cumpleaños le pedí si nos dejaba sentar en las sillas que sobraban.

Ella me miró con cierto desdén. Levantó los hombros en gesto de aprobación y los cinco nos zambullimos en las cuatro sillas.

Ella siguió estudiando, por lo menos así lo pensé en ese instante.

De allí en más mis compañeros y yo nos mandamos una festichola de cortados y cigarros.

Rondaba Pacheco y Bordaberry estaba en su estancia. Nadie los conocía todavía.

Y aún faltaba bastante para el Mayo del 68.

Yo no era un muchachito que se caracterizara por tener una gran lucidez mental pero en un momento determidado reparé en esa chica.

Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que sus enormes ojos pardos tupidos de pestañas marcaban a fuego y con rapidez de rayo a mis cuatro compañeros. Para mí ni una mirada.

En ese momento me enamoré perdidamente de ella. Por eso me quedé sentado cuando mis guapos compañeros se aburrieron y rajaron.

Ella quedó decepcionada, pero los años pasaron y ahora cuidamos nietos. En fin, con alguien tenía que quedarse.

Aquella tarde le pregunté que carrera iba a seguir. Asistente Social, me respondió lacónica.

¿Qué es eso?

Bueno mirá es una profesión que existe desde la Gran Depresión en EEUU, respondió con ironía.

Años después sería la directora de todas las asistentes sociales del país.

El tiempo pasó y los dos trabajábamos en cosas muy distintas. Un día que no tenía nada que hacer me picó la curiosidad y me ofrecí a acompañarla en las visitas que tenía marcadas.

Está bien, pero vos te quedás en la puerta, son todas personas que padecen tuberculosis.

Debo confesar que me impresionó un poco el comentario.

Por esas cosas del destino dos años después mi pequeño hijo de 4 meses y yo marchamos para el Saint Bois.

Pero, a quien le importa este relato. A nadie, supongo.

Es solo el preámbulo para contar lo que vi ese día, hace más o menos 37 años.

Largos recorridos en ómnibus nos llevaron a los confines de Montevideo. Los rancheríos me estremecieron.

Pero aquella piba que había conocido en el ’66 ya era una mujer hecha y derecha. Baqueteada por la miseria entraba y salía de esas viviendas de mala madera, chapas rotas y trozos de nylon.

En cada visita yo me quedaba en la puerta, siguiendo sus órdenes.

Ella hacía su trabajo y yo me ponía a conversar con vecinos curtidos por un campo que habían abandonado. Algunos hasta facones atravesados tenían. Otros ponían cara de bravos al invasor. Ese día la fui llevando como pude y no pasó nada.

Casi al final del recorrido me agarró la bravura y rompí el pacto. Sin decir agua va me metí atrás de ella en ese rancho que se caía a pedazos. El humo del brasero estuvo a punto de descomponerme.

Ella me desafió con la mirada, pero ya estaba sentada en el piso de barro. A su frente tenía a una mujer enjuta y sus cuatro hijos apilados a su alrededor. Los cinco tuberculosos.

Afuera de ese rancho había un torbellino de pobres inquietos. A ella no se le movía un pelo mientras recababa datos sobre medicamentos, alimentación y atención sanitaria para encaminar a esa mujer y sus hijos.

Nunca necesitó apoyo policial y ni siquiera le pasó por la cabeza pedirlo. Ni cuando los perros avanzaban o algunos borrachos se ponían pesados. Una leona esa mujer.

Hoy, cada vez que empezamos a discutir por problemas sociales, me repite: ya te dije hasta el cansancio es la quinta o sexta generación de pobreza. Nada ha cambiado.

Pero, y la pasta base, repito como una letanía.

Entonces me mira con cara de perra y remacha.

Yo no te entiendo, acá enfrente, a 20 metros, todos los días se juntan los siete pastabaseros de la cuadra. Hablás con ellos todos los días igual que yo. ¿Qué te pasa? ¿Estás senil?

Bueno vieja, pero no podés ignorar todo lo que está pasando. Los ajustes de cuentas…

Mirá, terminala. Si querés, llamá a las fuerzas de choque y que se los lleven antes que te lastimen, pedazo de un cobarde.

Ayy, Cristina, sigo enamorado de vos.

 

Artículo publicado el 10 de noviembre de 2012 en la web de Causa Abierta

 

  1. Erika Noviembre 10, 2012 at 1:01 pm Editar - Reply

    Una gran trabajadora de la Salud.

  2. cholito-pecoy Noviembre 10, 2012 at 4:51 pm Editar - Reply

    omo dijo Mussolini o ¿fue Bonomi?, “cuando oigo la palabras asistencia social,llevo la mano al revólver”
    Carlos te recomiendo el .38 SPL

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