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CAUSA ABIERTA

"Los que meten las narices en su vida privada son mucho más putos que él"

"Los que meten las narices en su vida privada son mucho más putos que él"

Los que meten las narices en la vida privada del golfista son mucho más putos que él. Pobre Tiger. No bastó con que se convirtiera en el mejor golfista del mundo, en un negro que rompió, antes que Obama y con mayores méritos, las barreras raciales de un país en el que, hasta hace pocos años, los de su raza estaban prohibidos en los 18 hoyos de los clubes, a menos que los recorrieran como jardineros. No bastó con que fuera un caballero en fairways y greens, un ponderado que jamás cobraba sus éxitos y, muy por el contrario, recibía cada victoria con la humildad que aflora natural en los verdaderos genios. De nada le sirvió todo eso a la hora de su mala hora.
El día que su mujer, arrebatada por los celos, la emprendió con un hierro 4 contra el vidrio de su camioneta, Tiger Woods no tuvo tiempo de calcular lo que le subiría la prima del seguro ante los destrozos causados por los desaforados swings de su esposa y el consecuente estrellón de su lujosa Cadillac contra el enorme roble de la esquina de su calle. Antes de que pudiera sumar los daños del vehículo -el roble aguantó impávido-, se le vino el mundo encima, tan rápido que pronto tuvo que llamar a su contador para que hiciera cuentas mucho más abultadas de lo que perdería en los meses venideros.
En cuestión de minutos, la televisión se volcó sobre los vidrios astillados y las abolladuras de su Cadillac.
Pocas horas después, los medios comenzaron a destapar la historia detrás de la cólera aciaga de su fémina vikinga y descubrieron, felices, que Tiger Woods estaba pillado. Entonces, los envidiosos de su gloria se unieron a los perversos beatos que pueblan las inmensidades del medio oeste estadounidense, para condenar a la hoguera a este hombre cuyo único pecado fue darle rienda suelta -bastante, hay que decir- a una pelvis de seguro bien armada, en todas y cada una de las escalas de su frenética ronda de giras, para sumarle a su interminable fila de trofeos públicos, una serie igualmente interminable de coronaciones privadas con modelos y actrices, con las más costosas escorts prepagadas, la camarera de turno, una que otra bartender, una fan en edad universitaria y cientos de hermosuras más.
No lo culpo. Simplemente no lo juzgo. Allá él. Es -o al menos debería de ser- un asunto suyo, de su mujer, y si acaso de todas las demás actrices del reparto -verdadero reparto el de él, justo es decirlo- y de  nadie más. Pero no. Las hienas que cada día más invaden las salas de redacción de los medios y desplazan a los verdaderos periodistas, los predicadores evangélicos de domingo, los comentaristas de ocasión y hasta los imbéciles anunciantes y publicistas que llevaban años colinchados de la fama de Tiger, saltaron a escena para rasgarse las vestiduras y tirarle una tanda infinita de primeras piedras al pobre Tiger, que al final quedó más apaleado que si su mujer lo hubiera alcanzado una docena de veces con el infame hierro 4.
Todo ese espectáculo me parece mucho más puto que el mismo Tiger. Los buitres de la prensa farandulera -a la que se unieron, en nauseabundo coro, los medios hasta ahora más respetados- activaron sus más prostitutos aparatos para entrevistar a varias de las amantes -que esta vez fueron prepago no de Tiger sino de los medios- mientras los anunciantes sacaban del aire costosísimos avisos de bebidas energizantes y cuchillas de afeitar y, con la honrosísima excepción de la marca deportiva Nike, lo dejaban en un profundo bunker.
Esto ya lo habíamos visto cuando, debajo del escritorio de la oficina oval, el travieso Bill Clinton decidió tontear con la becaria Lewinsky, y no sólo los medios sino el fiscal Kenneth Starr -un verdadero enfermo y de seguro un pajizo de callos en la mano- se pusieron a fisgar en el clóset de la muchacha, en busca de restos del preciado semen presidencial. Pero al menos ahí había una justificación: Clinton había utilizado de manera inapropiada un bien público -su despacho, no su herramienta- en lo que un penalista colombiano me definió por aquellos días y al tenor de nuestro código, como un típico "peculado por uso indebido".
En el caso de Tiger, los recursos públicos no resultaron comprometidos. Pero igual lo bañaron en boñiga y lo rindieron. Al final, el golfista mandó la bola al lago y, en el peor de sus tiros -incluidos los que se echó fuera de las canchas-, salió a pedir perdón en rueda de prensa que le debió costar cientos de miles de dólares en entrenadores de postura, redacción y entonación, relacionistas públicos y demás. Yo entiendo que les pida perdón a su esposa y a los suyos, y en privado. ¿Pero al público? ¿Acaso insultó a la gente? No, la gente, que lleva semanas deleitándose con los detalles de su vida fuera de casa y de los 18 hoyos reglamentarios, es la que debería pedirle perdón a él, dejar de joderle la vida y permitirle que regrese a las canchas, el único lugar donde los demás mortales tenemos derecho a juzgar si lo está haciendo bien o mal. (Por Mauricio Vargas)

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