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CAUSA ABIERTA

El escritor "ermita" con gran vida social

El escritor "ermita" con gran vida social

El escritor J.D. Salinger se veía con sus vecinos, asistía a cenas, viajaba, iba al teatro, hacía palomitas... "Renegaba como un marinero cuando daba un mal golpe en el campo de golf", dice un conocido
Mister Boletus no es un personaje inédito. Ni es el protagonista de uno de esos relatos que se espera encontrar entre las pertenencias de J.D. Salinger. Mister Boletus es el propio Salinger, uno de los nombres que, como un juego, adoptaba al viajar durante esa época –más de medio siglo– en que se alejó de los oropeles del éxito. Su muerte, por causas naturales a los 91 años, ha provocado la caída de uno de los grandes mitos forjados al albur de la leyenda. Ahora resulta que el señor Salinger no era un tipo huraño y malcarado. Tampoco un eremita de las letras encerrado en su mundo sin contacto con el exterior, que es como se ha acostumbrado a pintarle todo este tiempo.
Pues no. Este hombre se relacionaba con la gente, salía a comprar o a cenar en Cornish (Nuevo Hampshire) –donde residió desde 1953 y donde le ha cogido la parca–, visitaba a sus amigos de Nueva York, jugaba con sus hijos, viajaba con ellos o sin ellos, iba al cine u organizaba pases de películas en su casa –adoraba hacer palomitas–, o jugaba al golf. Al menos así lo describen sus vecinos –algunos de ellos aparecen en las fotografías de esta página– y sus allegados, una vez que su fallecimiento ha supuesto el final del pacto de silencio.
Diez días después de su extinción física, la incógnita sobre la herencia literaria del autor de El guardián entre el centeno continúa sin desvelarse. Sin embargo, cada vez son más las voces que apuestan por las sorpresas. Nadie parece albergar dudas de que el creador de Holden Caulfield continuó escribiendo. La incógnita se centra en saber si hay uno o más libros, biográficos o no, o en las instrucciones sobre su legado.
Lo que sí ha cambiado desde pasado 27 de enero es la perspectiva vital del escritor neoyorquino. La visión que de él se había impuesto por su contumacia a mantenerse lejos del circuito comercial. Que alguien decida vivir como un ciudadano normal, que se niegue a conceder entrevistas o a figurar en el pesebre del famoseo son elementos suficientes para calificar a esa persona de asocial. Cuestión que se acentuó con el libro que publicó su hija Margaret en el año 2000. Describió a su padre como un bicho raro y, en ocasiones, un mal bicho.
Pero hay otra cara de Jerry, como le llamaban sus próximos. Alejado de la escenificación sí, escondido del mundo no. Ni desconectado. "Le encantaban las películas y se divertía mucho discutiendo sobre ellas", escribe la veterana e íntima Lillian Ross en el último número de The New Yorker, la revista en la que Salinger publicó una quincena de relatos. Entre ellos, un esbozo de El guardián... unos años antes de su aparición (1951), y el último en 1965, titulado Hapworth, 16, 1924.
Lillian Ross, pionera del periodismo novelado –dicen que ella puso la primera piedra que hizo posible el monumento que Truman Capote construyó luego en A sangre fría–, fue la compañera de William Shawn, editor durante años de la citada revista y amigo y gran valedor de J.D. Salinger. En su artículo, Ross rememora las charlas sobre cine –"había visto diez veces La gran ilusión, de Renoir, adoraba a Anne Bancroft, odiaba a Audrey Hepburn"–, las visitas a Nueva York y las correspondientes cenas –de regreso enviaba notas de agradecimiento, "me dio energía"–, los comentarios sobre nuevos escritores –"ya no hay más, sólo son gamberros que venden libros o bocazas"– o su tarea de padre.
En una ocasión le describió el viaje que hizo a Londres con su hijo Mattew (1960), que ha estado con él hasta el último suspiro. Fueron a ver a Engelbert Humperdinck en una versión teatral de Robinson Crusoe. "Una cosa floja, pero lo disfrutamos, además de que la idea principal era ver el Palladium, porque ahí es donde se desarrolla la última escena de 39 escalones" (de Hitchcock). Con el paso de los años, Salinger perdió comunicación con los conciudadanos de Cornish. Lo que no significa que cortara sus relaciones. No dejó de dejarse ver y, de hecho, todavía el pasado diciembre acudió a su acostumbrada cita de los sábados, la cena –roast beef supper– que se organizaba en la iglesia Congregational de Hartland. Acostumbraba a sentarse, junto a su tercera esposa, Coleen O’Neill, a la cabecera de una de las mesas.
Uno de los relatos más definidores del escritor aparece también en The New Yorker. John Seabrook, amigo de su hijo, explica su primera visita al hogar del ídolo y la amistad que surgió. Cuenta las partidas de golf –"renegaba como un marino cuando daba un mal golpe"–, lo agradable que resultaba su compañía cuando crecía la confianza. Aquel primer día, tras las presentaciones, el anfitrión se dirigió a la cocina y empezó a surgir un ruido crepitante. "Y pensé: ¡J.D. Salinger está haciendo palomitas! En el salón, él mismo hizo de proyeccionista de Sargento York, de Hawks. Seabroock revela la identidad de Mister Boletus. Es el nombre que utilizó el escritor en un viaje a San Francisco. "Tenía un conocimiento enciclopédico sobre el mundo de las setas.

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