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CAUSA ABIERTA

Curso acelerado para papás que no pretenden huir de casa

Curso acelerado para papás que no pretenden huir de casa

Los bebés no vienen con un manual bajo el brazo. Tampoco los padres. ¿Quedarse con los hijos y criarlos es un acto natural o aprendido? Ser padre por primera vez es como viajar. Después de meses y meses de abalanzarme sobre cualquier pareja embarazada para llenarla de los consejos de un padre experimentado, he llegado a esta única conclusión. Una conclusión que tiene la ventaja de englobar todas las otras que he intentado en estos meses de felicidad e incerteza en que me he convertido en lo único que nunca creí poder ser: un adulto casi tranquilo que se despierta a las seis y media de la mañana (yo que solía hacerlo a las diez) y llega a la casa a las seis de la tarde para darle a Beatrice cucharadas de comida en forma de avión y leerle doscientas veces el mismo libro lleno de animales. Tener un hijo, como me anunciaron todos los padres que me torturaron cuando era yo el que esperaba, es efectivamente algo maravilloso, espantoso, agotador, energizante, temible, valiente, tonto e inteligente. Todo eso y más y lo contrario. Es muchas cosas y una sola, la entrada en tu casa de la urgencia de la especie. La llegada de la tribu a la hoguera, el saludo a una bandera que sin saber no dejamos toda la vida de izar. Suegros, hermanos, amigos llenaron la clínica ese día de octubre, y siguen ahí porque, si se alejan mucho, los llamamos, urgidos, necesitados de cualquiera que nos recuerde que esto es posible, que estamos yendo hacia alguna parte.

2. El asombro siempre será una fotografía

 

El padre primerizo como el turista inexperto, anda con sus diapositivas a cuesta, y sus anécdotas interminables de insomnios abalanzándose sobre cualquier incauto para masacrar su paciencia a golpe de detalles ínfimos. No pueden, no podemos, evitarlo, sólo al contar nuestra experiencia nos aseguramos de haberla vivido. Como un detective que necesita desesperadamente pruebas para comprender el modus operandi del crimen que investiga, el padre primerizo saca así fotografías de cada gesto de su hijo. Pasión por imágenes de llanto, chupete y desnudos en piscina, que la fotografía digital ha convertido en delirio. Cada segundo puede ahora ser documentado, tanto que hasta los abuelos más cariñosos pueden sentirse aplastados por el exceso de documento. Mi hija aprendió así a posar antes incluso que a caminar, sonriendo ante cualquier cámara y esperando con paciencia infinita que el obturador haga su trabajo. Al padre no le importa a cuantos aburre en el intento, necesita con urgencia contar todo porque sólo en el relato la pareja que viaja o engendra, junta –pero que nunca se sintió más separada que entonces– logra acordar una impresión en común. Sólo después, en el álbum de fotos, sincronizan sus leyendas y neutralizan sus soledades. Las fotografías sirven de contrato; en ellas ese pasado que pasa tan rápido, ese tiempo que los padres primerizos sentimos que se nos escapa con urgencia, queda fijado, luminoso y en colores.

3. La naturaleza es una prueba de embarazo

 

Los padres contamos nuestros viajes al mismo tiempo que lo emprendemos. Porque ésa es la única diferencia entre viajar y tener hijos: con los hijos no hay regreso posible. Eso es lo que nos golpea y maravilla a los padres primerizos: han cometido un acto irreparable. Recuerdo el minuto, en París, cuando mi esposa me dijo al oído que estaba embarazada. Sentí, sin poder reprimir la sensación, que todo lo real se separaba de mí, que mi pecho, mi sonrisa, mi cuerpo entero se erguía y entibiaba. Salvaje como el primer hombre del mundo, me habría violado hasta las ardillas del parque. Era un hombre. Todo estaba hecho, podía matarme o morir y ya mi tarea estaba hecha. Había pasado la frontera y ahora mis rodillas temblaban, quedaba expuesto para siempre.

Tu mujer está embarazada y casi todo lo que emprenden o dejan de emprender empieza a tener importancia. Un test en un baño cualquiera y la nave deja el puerto para siempre. Empieza el viaje, pero no hay pasaje ni en el pasaporte. Nada que indique cuál es el destino final. Sólo sabes, sólo puedes saber que mañana estarás en otro puerto, que mañana será por completo otro día. Por primera vez ese lugar común de Scarlette O’Hara, en la película Lo que el viento se llevó, convertido en una cruel verdad: con los hijos mañana siempre es otro día.

4. Un hijo enseña lo que el padre nunca aprenderá

 

Dejé así de contar mi vida en décadas, para contarla en días. Muy luego, demasiado luego tu hijo cambia de dientes, de lengua, de cara. Muy luego, demasiado luego, todo lo que concluyes y cuentas a los amigos resulta falso. Muy luego, demasiado luego, los consejos que das se convierten en palabra muerta, para volver después a tener un sorprendente sentido, siempre distinto al que esperas. Apenas somos padres, nos instalamos, aceptamos cualquier trabajo, nos plegamos a una rutina, rezamos para que no nos pase nada, para que nada cambie nunca, mientras en la cuna, o en la cama pequeña, sucede todos los días una verdadera revolución. Una montaña de libros y un curso de parto quedaron así durmiendo el sueño de los justos en el velador de mi esposa. Saber que no se puede saber nada, es el único consejo que vale. A eso vino Beatrice, a enseñarme todo lo que nunca voy a poder saber.

Antes de que naciera mi hija me aterraron con las despertadas de noche. Mi hija durmió tranquila, y pensé haber sobrevivido el terror, sin saber que no hay salvación posible. Ahora que tiene casi dos años (o sea, casi una adulta), mi hija se despierta en la noche y duerme con nosotros en la misma cama. Cuando le muestro la fotografía de ella a los seis meses, no se reconoce. Si soy sincero, yo tampoco la reconozco. Es otra, completamente otra, siempre otra de un mes a otro, obligándome a seguirle un ritmo imposible en que en vez de crecer descrezco y me aniño para encontrarme en un punto en medio de su maduración y mi inmadurez.

5. La soledad son los otros

 

Tener hijos de alguna forma te enseña otra forma de soledad, una soledad en que nunca estás sin compañía. O más bien, una soledad en que esa falta de compañía es siempre algo buscado, nunca una fatalidad irremediable. Con un niño en casa siempre hay otros, muchos otros invadiendo, o visitando tu privacidad. Esa privacidad ya es un acto público, el comienzo de una familia, esa célula básica de la sociedad (como suelen decir las constituciones políticas de los países), ese pequeño territorio independiente lleno de golpes de estado, elecciones trucadas, traiciones y declaraciones de independencia.

El misántropo que yo fui, más que cualquier otro, aprende valiosas lecciones de esta invasión que no te pide permiso. Mezclado con ese invasor, parte de él, y él parte mía, salgo cada día a mi trabajo, más fuerte, más entero, más yo que nunca, pero al mismo tiempo más endeudado. Deudas financieras, pero también morales, existenciales, familiares, afectivas.

6. Todo sentimiento es propiedad ajena

 

Tras la prueba de los hijos la soledad adolescente se convierte en una soledad adulta, es decir, una soledad que sabe que tiene fronteras, que tiene vecinos, que sabe también intercambiar productos con esos vecinos, pelear la guerra y llegar a acuerdos. Además de una alegría y de un deber, los hijos son, como cualquier otro viaje, una prueba. Te miran, te ven, te necesitan y no te agradecen nada. Su impecable egoísmo termina por un rato –a veces demasiado corto– con tu propio egoísmo. Eres de ellos, pero por mucho tiempo tú no les importas demasiado. Concentrados en vivir a cualquier costo, su valentía sin palabra te enseña a ser valiente. Su falsa debilidad de recién nacido te enseña hasta qué punto es falsa tu fuerza. Así, cada vez que algo me duele o me cuesta, pienso en mi hija Beatrice dando sus primeros pasos. La veo pálida y seria diciéndome: «No, no, no» y negando al mismo tiempo con la mano que todo esto fuera posible, que se le exigiera tanto, quejándose de que esa gente, que se supone la quiere tanto, la ponga en tales aprietos. Toda ella negando, toda ella pidiendo que le ahorre la dificultad pero sin embargo caminando, avanzado, un paso tras otros.

Fiebre, golpes, humo, gente, los hijos resisten a todo, y tú con ellos al lado empiezas, al revés, a tenerle miedo a todo. Porque antes de tener un hijo, nada realmente grave podía sucederme. Porque antes mi dolor era sólo mi dolor. Estaba solo. Era inmortal. Ahora está ese otro ser que no entiende de aplazamientos, de negociaciones, de renuncias. Ese otro ser y su madre y sus abuelos y sus hermanos, que viven pendientes de sus gestos más mínimos. Esos otros que son el infierno –según Sartre–, pero quizá también son el paraíso. Pero que son, por lo menos, lo más parecido que tienes a una vida eterna. Algo que no se acaba cuando te acabas, algo en que respiras cuando ya no respiras. El fin de lo que quisiste ser, el comienzo de lo que quizá sin saber, siempre fuiste.

Porque los niños, como los viajes para volver a nuestro viejo símil, tienen esa otra horrible desventaja: no te dejan mentir. En medio del tráfico, lejos de lo que te esconde y te protege, en un hotel de Nápoles, o ante los primeros pasos de un niño que se resistía a caminar, estás obligado de pronto a decir y a saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Apurado, sin escapatoria, mientras Beatrice nacía terminé todos los proyectos pendientes que tenía. Y si es verdad que me siento más vivo que nunca es porque siento que la muerte es posible. Alguien va a contar mi historia. No me queda a mí otra cosa que ordenar los papeles para que Beatrice no se pierda en el laberinto de mi pasado. Mi pasado que ahora es su pasado.

7. La paternidad en el supermercado

 

Los niños desorganizan todo. Pero por eso mismo piden de sus padres más y más organización. En eso se parecen también a los viajes, que mientras más improvisados parecen, más planeación requieren. Con un hijo recién nacido es imposible no salir a la calle sin pensar que algo dejaste en la casa. Víctima de un marido más bien distraído, no le ha quedado otra a mi mujer que convertirse en un general en permanente batalla. Ella me ha enseñado que con los niños nunca se está demasiado preparado. Verdadera olfateadora de los miles de imponderables que en cualquier momento pueden suceder, en el invierno ve el frío que podría resfriar a mi hija; en un banquete, la falta de leche. Un viaje semi romántico a Buenos Aires se convirtió en un catastro de toda suerte de supermercados y almacenes en que fue imposible encontrar comida de bebé envasada.

8. Macho ergo papá

 

El sexto sentido de las mujeres es una simple herramienta evolutiva. Su capacidad adivinatoria, algo estrictamente práctico. ¿No sería el hombre igualmente instintivo y organizado si le tocara a él darle la papilla y cambiar los pañales?, se preguntará la lectora militante de los derechos de la mujer. Soy un latinoamericano, lo confieso. Vengo de un país en que los hombres suelen abandonar a las mujeres cuando paren, y donde ellas los obligan a llegar sobrios a la casa. Machista por herencia y educación, me demoré seis meses en mudar por primera vez la ropa de mi hija. Mi mujer, que no es latinoamericana, tuvo la astucia de no exigírmelo y esperar que el amor por mi hija fuese tan enorme e inevitable, que hasta sus heces dejaran de olerme tan mal. Pero aunque fuese holandés, o belga, y hubiese mudado sus pañales el primer día, habría cosas que como hombre no podría hacer. Los hijos son la entrada de la especie en nuestras vidas individuales. Por más liberados, comprensivos, intelectuales que seamos, ante el hijo volvemos a ser los animales que fuimos. Bestias y ángeles, como dijo Blaise Pascal, las dos cosas más que nunca en la vida. Así, ese hijo que en general una mujer y un hombre engendran para estar más unidos, para estar más juntos que nunca, recuerda nuestras más íntimas diferencias, nuestra ontológica separación eterna.

9. En el comienzo, todo padre es un intruso

 

Los hijos no ponen en duda el hecho innegable de que las mujeres pueden ser aviadoras, filósofas, biólogas marinas y hasta obreras de la construcción. Tampoco cuestionan la indesmentible verdad de que la falda y los pantalones son un asunto estrictamente cultural. Pero el útero, pero los pechos llenos de leche, pero el niño ciego que busca un regazo que parece conocer desde épocas arcanas, todo eso no es cultural, ni aprendido siquiera. Es innegablemente cierto, de una certeza que enceguece a los padres recientes.

El feto, y durante mucho tiempo el niño, es de la mujer y completamente de la mujer. Ella sabe lo que quiere, lo que no quiere, ella lo tiene dentro de sí hasta muchos meses después de que salga de su útero. Ella no puede, si quiere, irse a la calle y emborracharse con los amigos sin ser una mala mujer condenada por el mundo entero. El dolor, el placer, la alegría y hasta el miedo de parir es de ella y sólo de ella. De pronto, muchos órganos de su cuerpo que, en reposo, sin hijos, no tienen mayor sentido, adquieren protagonismo. Lo admita o no, muchas cosas incomprensibles en la mujer empiezan a tener sentido con el hijo que acoge, y aloja, como una casa que sabe por fin para quién ha sido construida.

Para el hombre la experiencia es justamente la contraria. En el enorme círculo de la vida, te conviertes tú en un pobre dador de esperma que no entiende nada de nada de la vida. Eres sólo parte esencial de un proceso que no entiendes, que estás condenado a no entender. La paternidad es voluntaria, cultural, es una construcción intelectual que contrasta con esa cosa natural, instintiva, inevitable casi, que es la maternidad. Miles de niños nacen sin padres, más difícil es carecer de una madre. Mi hija no aprendió a decir mamá, pero tuve que orientar su boca para que dijera por primera vez papá. Mi hija se sentía en el pecho de mi esposa en su país, no necesitaba hablar, ni explicarse. Con mi presencia, no hacía otra cosa que interrumpirlas, que espiarlas, que separarlas.

10. Al final, siempre aprendes lo que ya sabías

 

Al crecer el niño, te das cuenta de que justamente el rol del padre es separar al niño de la madre. Es decir, separar al hijo de la especie. Porque la naturaleza también mata, y no tiene piedad, ni razona, ni habla, ni perdona. Y todo eso, esa maravillosa artificialidad de lo humano, es lo único que un padre puede enseñar. Al menos así justifico estas largas tardes en que mi hija me enseña cómo ladran los perros, cabalgan los caballos, y cómo la noche se convierte en día y el día en noche. Todo eso que se supone sabía y que he vuelto a saber, porque ella lo descubre, porque parece haber sido hecha para esto, para descubrir. (Fuente Etiqueta Negra)

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