Hasta luego, Alberto
Allá por los 80 y pico estaba sentado solo leyendo los partes policiales en la sala de prensa de la jefatura. Era muy de noche, cuando de repente una sombra apareció atrás mío y me dijo “así que vos sos Lemos”.
El había estado ausente un par de meses por problemas de salud y allí nos conocimos. Después trabajamos 15 años juntos.
Alberto Costas Cobas (siempre con los dos apellidos a cuestas, para estar a tono, decía él con ironía), tenía un porte superior que a mucha gente le fastidiaba. Con desdén, algunos le llamaban “El Conde”, muchos otros sin embargo, entre los que me incluyo, le profesaban un respeto muy especial.
Jamás firmaba una nota. Estaba rotulado en el diario El País como Jefe de la Página Policial, pero cuando algún director necesitaba una pluma lo llamaban al tercer piso. Dejaba al costado la botella de whisky y con el cigarrillo en la boca subía perezosamente las escaleras sin que nadie en la Redacción se diera cuenta.
Al bajar se sentaba en la máquina de escribir y con velocidad de rayo escribía tres o cuatro carillas que al otro día salían publicadas, por ejemplo, en la página editorial.
Eran artículos que hacían morir de envidia a los escribas más renombrados que nunca se olvidaban de estampar sus nombres. Era una especie rara de sibarita con bajo perfil.
Siempre convidaba la copa, el cigarro y ponía a comer en su mesa al niño desnutrido que llegaba hasta él sin hacer ninguna alharaca.
Ayer me enteré de su partida debido a la gentileza de un periodista, un señor debí decir, que trabaja en el diario La República, de quien también fui compañero y sabía de mi amistad con Alberto.
De él aprendí muchas secretos del periodismo que se los devolveré cuando nos veamos de nuevo y nos riamos de sus inefables columnas de humor.
Chau, Flaco.
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