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CAUSA ABIERTA

28 fusilados de la Guerra Civil en España encuentran descanso con la ayuda del hijo de su verdugo

28 fusilados de la Guerra Civil en España encuentran descanso con la ayuda del hijo de su verdugo

Se le queda pequeño el cementerio al pueblo de Alcaudete de la Jara. Cuatro tumbas recién excavadas aguardan quien las amueble, tal vez incluso ya tengan nombre, cerca de la tapia encalada del fondo. Es la penúltima fila de una sucesión de piedra y mármol que se remonta en algunos casos al siglo XIX y que alberga a familias enteras. Hoy, goteando plomo el cielo, una anciana de negro velaba con expresión demudada una de esas lápidas. Al otro lado del camposanto, en cambio, el aire llegaba festivo: unos huesos ya muy llorados regresaban de su destierro anónimo en una loma toledana, y sus deudos ganaban ese derecho que por invisible a veces se olvida de poder llevar flores a sus muertos. "Quédate la chaqueta", le dijo Isidoro Cabañas a su hermana antes de salir de casa maniatado. Su improvisado carcelero, Valentín Tejero, asintió: "Sí, mejor, porque adonde vas no te va a hacer falta". No había transcurrido ni un mes del final de la Guerra Civil cuando Tejero, un agricultor del pueblo -"tenía un tejar y una huerta"- fue sacando de sus casas, "como el que saca conejos de una madriguera", a 28 vecinos. El mayor tenía 55 años; el menor, 17. Los metieron en un camión y los llevaron a una finca conocida como La Pradera Baja de Santa Teresa, donde fueron fusilados por orden del comandante de la Guardia Civil Bernardo Gómez del Arrollo. Tras recibir el tiro de gracia, "los dejaron caer unos encima de otros" en una antigua trinchera. Aquella tarde del 25 de abril de 1939, "hasta las encinas tiritaron", cuenta Julio, familiar de uno de los muertos. 71 años y 34 días después, un equipo de arqueólogos localizaba al tercer intento los restos de aquellos ajusticiados. A partir de los testimonios de familiares, y con la ayuda de un georadar, exhumaron 10 cuerpos de una zanja y otros 18 de otra, separados apenas por dos metros. En su mayoría agricultores, dos tenderos y el último alcalde republicano del pueblo, que gritaba mientras se lo llevaban: "Dejad a mi hijo, ¿para qué queréis al niño?". El chico tenía 17 años. También fue fusilado. "¿Por qué los mataron? Porque les dio la gana", responde una de las hijas de Benito Durán, otro agricultor que perdió la vida aquella tarde. Ella tenía entonces 16 años, y recuerda cómo a las mujeres e hijas de los ajusticiados les raparon el pelo y las obligaron a caminar desnudas por el pueblo. "A mí no me dieron aceite de ricino como a otras, menos mal porque me sentaba fatal", cuenta.
A finales de 2009, Maribel Montes se organizó junto a otros cinco vecinos del pueblo y fundó una agrupación a la que luego se fueron uniendo más familias. Recordaba lo que su padre le había contado del abuelo muerto, su estupor, con solo seis años, cuando lo metieron en el camión sin mediar explicaciones. El Gobierno les concedió en diciembre un subvención de 25.000 euros, con la que han pagado las labores de búsqueda y exhumación. Identificar los restos habría sido demasiado costoso en dinero, pero sobre todo en tiempo: hasta dos años se hubieran podido demorar los trabajos, una vez enviados los huesos a la Universidad de Granada. Algunos familiares habían muerto ya antes de poder asistir al fin del proceso, así que decidieron por unanimidad prescindir de la identificación y enterrarlos a todos juntos. "Llevaban 71 años juntos, ya les daba igual", cuenta Maribel Montes.
"Conocía a José del pueblo, era el hijo de don Bernardo. Cuando le expliqué lo que queríamos hacer, me dijo 'vente a mi casa y lo arreglamos'. Fui y ya me tenía preparada una llave de la finca. Su padre se casó ya mayor, después de la guerra. Dice que de los fusilamientos se enteró ya muerto Franco, era algo de lo que no se hablaba en la familia, su madre lo había pasado muy mal". Maribel Montes solo tiene buenas palabras para el dueño de la finca en la que se realizaron los trabajos de exhumación, a la sazón el hijo del comandante de la Guardia Civil que dio la orden de fusilamiento. Cuenta que incluso llevó hasta allí en su coche a algunos de los familiares, que se abrazaban a él llorando al ver los restos.
28 cajas de madera con huesos y calaveras, numeradas pero sin nombre, aguardaban esta mañana sobre una improvisada mesa en el cementerio de Alcaudete. A su lado, algunas fotografías, restos de un peine, una medalla de la virgen y una peseta. "Aquí tenía que estar en grande la foto del asesino", decía una vecina, señalando la urna de cristal con objetos personales de las víctimas. Entonces ha llegado el párroco del pueblo, que aceptó oficiar el funeral aunque a una hora diferente a la que deseaban los familiares para no tener que alterar sus misas.
Pasó al llegar junto a una bandera republicana, recitó sus oraciones y ya se iba, en medio de un tenso silencio, cuando desde una esquina sonaron unos aplausos que, con cierto eco, han aliviado el momento. Ha comenzado entonces el homenaje más sentido, con poemas y discursos de familiares, y el traslado de las urnas de madera a la tumba. "Recordemos sus nombres", decía una de las poesías, tras tantos años de olvido, silencio y miedo. Miedo, sí, tanto que Julio, uno de los familiares citados en este artículo, ni siquiera se llama así, prefiere el anonimato.
Se han leído los nombres de los fusilados durante el entierro, pero también el de los familiares que, con su tesón, recuperaron su memoria. Uno de ellos ha animado a los presentes, cerca de 200 personas, a "recordar, aunque sea contando anécdotas o chismorreos, a hablar a hijos y nietos de los 28 de la Pradera. Que no se olviden".

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