La felicidad era una isla para Saramago
En las últimas semanas José Saramago hablaba apenas, pero reía, seguía riendo. Pilar del Río, su mujer, con la que convivió más de 20 años, le seguía preparando cenas y desayunos, y aunque ya parecía que la comida era de otro mundo o de otras necesidades, él estaba en todos los ritos que esta andaluza preparaba para que él siguiera anudado al hilo de la supervivencia. Estaba y no estaba, pero reía. Hoy por la mañana amaneció mejor, como si resurgiera, y departió con Pilar, con el médico, como si se despidiera una a una de la vida y de las personas que le acompañaron hasta el final. A veces -ocurrió cuando estuvimos por última vez con ellos, hace una semana, en su casa de Tías, Lanzarote- escuchaba solo música; pero estos días Saramago escuchaba en silencio y entre risas los programas de humor de la televisión.Tenía el semblante sereno, como si viniera de una larga lucha; pero ya los médicos habían abandonado la esperanza de lo que él mismo llamó su resurrección, ocurrida a finales de 2007, cuando la Fundación César Manrique organizó una exposición magna sobre su vida y sobre sus sueños. La construcción de los sueños.Gravemente enfermo, Saramago parecía despedirse ya de la vida. Pero en la primavera siguiente volvió José a retomar unos bríos que no venían solo de la sangre renovada, sino de la dedicación eficaz de sus médicos y, sin duda, él lo dijo en este periódico, de la fuerza increíble de Pilar del Río. La fuerza con la que regresó a la vida le dio aún para dos libros más, El viaje del elefante y Caín, una especie de cuento largo que convirtió en leyenda y un diálogo raro sobre el extraño caso del hombre malo al que él quiso convertir en el bueno de la historia. En cierto modo, hasta en esa obra de la resurrección Saramago fue como era: paradójico, melancólico y sobrio, como un Quijote de Portugal que no se asombraba de nada porque ya vino del asombro.Lanzarote le dio mucha felicidad, desde que Pilar lo llevó allí por vez primera, en 1993, un año después de que muriera allí un héroe cuya estela él contribuyó a prolongar, César Manrique, otro Quijote, en este caso insular, que había abrazado causas que fueron siempre familiares para Saramago: el respeto a los hombres y a la tierra, la lucha contra la injusticia de los hombres contra los hombres. De manera intermitente, vivió en Lanzarote (donde se curó de un desengaño, el que le produjo su país cuando le impidió concursar a un premio internacional con su El evangelio según Jesucristo) y siguió viviendo en Lisboa, en cuya casa que amó tanto guardaba lo más central de su corazón: el amor a los otros, y el amor a sus antepasados. Su abuelo, analfabeto, le enseñó a amar a los hombres y a la tierra, y a él dedicó, en un discurso memorable, el Premio Nobel que su literatura mereció en 1998.Y en Lisboa -adonde llegarán mañana sus restos en un avión C-130 de la Fuerza Aérea portuguesa, cuyo Gobierno ha declarado mañana y pasado luto nacional- será incinerado el domingo José Saramago, cuyo carácter portugués y quijotesco le aupó a la grupa de todas las causas civiles de su tiempo; comunista convencido, periodista contra la dictadura y a favor del cambio de los claveles en Portugal, fue en todos los países que visitó (desde México a Brasil, desde España a Israel o Palestina) un firme defensor de los derechos humanos, contra las guerras (la de Irak, en los últimos años), contra el avasallamiento (de Israel sobre Palestina), a favor de personas (como Baltasar Garzón) acosadas por defender lo que él defendió, la memoria civil de los perdedores.Todo se lo tomó con filosofía espartana, como si el honor o la gloria fueran pelusa en la chaqueta. Supo que había ganado el Nobel por una azafata de Francfort, cuando ya dejaba la Feria del Libro. Entonces se sintió solo, "a mi alrededor no había nada, nadie, nada, nadie, nada", y empezó a caminar sin rumbo, hasta que se encontró con su editora, Isabel de Polanco, a quien le dio la noticia. Ese abrazo de los dos, distintivo de la relación que mantuvieron, adquiere ahora el aroma triste de la melancolía, porque los dos protagonistas de esa hermosa escena están muertos.Hace una semana, Pilar del Río nos dijo a Francisco Cuadrado, su editor en Santillana, y a este corresponsal, que su marido se había levantado una de esas mañanas con ganas, otra vez, de escribir, de retomar el hilo de una de sus historias, en las que estaba enfrascado cuando la gravedad de su estado hizo que perdiera la voz pero no la risa. Pilar le aconsejó que esperara, y ella misma esperaba que el milagro de dos años antes amaneciera otra vez en el escenario discreto de la vida de Saramago, que volviera otra vez el autor de Las intermitencias de la muerte a ocupar el sitio preferido de la casa, la biblioteca de la Fundación. Pero ya solo le animaban las bromas de Pilar, la persistencia de ella en continuar los hábitos cotidianos, el pan con aceite, las verduras, el bacalao portugués, la vida viva que Saramago siempre quiso. La misma Pilar que ha leído hoy, ante el féretro del escritor, un fragmento de su libro El evangelio según Jesucristo y la que ha puesto bajo la cabeza de su marido un paño bordado con la frase "Estaremos extrañamente conectados a la bondad del mundo" que envió un lector desde Argentina.Ya había poco que decir, tras tanto sueño y tanta escritura. Le fuimos a ver donde esperaba las imágenes de la tele y el sueño que ya se interrumpía poco. Le dijimos hasta mañana, y él dijo, acariciándonos con sus manos ya transparentes: "Até a amanhá". (El País de Madrid)
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