Una mirada colombiana a Punta del Este, "el mejor balneario" de América
Entonces usted se vino a Punta del Este. Le dijeron que queda en la provincia argentina de Uruguay o algo así, y que tenía todo junto en un mismo balneario. Lo segundo es cierto, lo primero... también. Si bien Punta del Este pertenece a Uruguay -está a 120 kilómetros de Montevideo-, resulta que Uruguay es un país chiquito, con la misma población que tiene Medellín sin su área metropolitana, pero país al fin. Y lo de ser terreno de argentinos, ya ni siquiera es tanto así. Hoy, si bien sigue siendo una ciudad balnearia inaccesible para el uruguayo de clase media en verano, y todavía aclimatada al acento bonaerense, ya es patrimonio del turista trotamundos.
Es, además, especialmente el balneario sudamericano favorito del jet set internacional. Acá tiene su enorme casa con chacra, laguna y estudio de grabación la barranquillera Shakira; de Punta y del tango se enamoró Robert Duvall; Paul Anka camina por la rambla sin que nadie lo reconozca; Leonardo di Caprio, Naomi Campbell, el príncipe Alberto de Mónaco, Zinedine Zidane y Ralph Lauren caminaron por las blancas arenas del pueblito chic José Ignacio, prótesis de la península. Si Berlusconi no ha anclado todavía su yate es porque tiene todo más a mano en sus palacetes italianos.
En 1516 el navegante español Juan Díaz de Solís la bautizó Cabo de Santa María. Fue Villa Ituzaingó para homenajear a los criollos que echaron a los imperialistas brasileños en 1827, hasta que finalmente, y con tino marketinero, fue nominada Punta del Este atendiendo a su ubicación geográfica en la punta este de la bahía de Maldonado. Ya había sido elegida por indígenas y pueblo de pescadores luego, cuando pasó a ser destino turístico y recibió su último nombre, en 1906. Quien puso los ojos en la entonces Ituzaingó fue el adinerado español Francisco Aguilar en 1829; compró tierras, abrió saladeros y faenó todas los lobos marinos y las ballenas que quiso.
Como buen prohombre conquistador diseñó los primeros planos, puso una fábrica de cerámicas, dio discursos políticos como alcalde y bendijo su futuro. Para finales del siglo XIX la península ya tenía su primer hotel, y había un caserío con pescadores y los obreros de la aduana y el faro. Ya entonces Punta del Este disfrutaba de lo que sería su sino: la atracción de turistas que llegaban por sus bellezas naturales. En julio de 1907, cuando nació como pueblo, tenía menos de 500 pobladores, 111 viviendas, 20 más en construcción y 300 por erigirse. Los herederos de Aguilar ya la pensaban como Biarritz y Brighton. Hoy Punta del Este tiene 8.000 habitantes todo el año y recibe anualmente medio millón de turistas de todo el mundo.
Alquile un carro antes de comenzar la peripecia puntaesteña. Así podrá disfrutar mejor de la oferta de paisajes variopintos desde las sierras de las Ánimas y la Gruta de Salamanca y otros cerros al sur del departamento de Maldonado, hasta llegar a la topísima La Barra o el baño de glamur que se dará en José Ignacio. Tras la seguidilla de cerros, la ruta bordea el mar y llega a su altura máxima en la sierra de la Ballena. Una de las estribaciones de la llamada Cuchilla Grande se incrusta en el mar emulando un cetáceo enorme con su lomo al descubierto. Punta Ballena es el aperitivo de Punta del Este y su inmejorable tarjeta de presentación. En 1978 se habilitó una ruta panorámica siguiendo los puntos más altos de toda Punta Ballena hasta el momento en que termina y comienza su descenso hacia el mar. Le va a encantar sacarse una foto ahí mientras mira a lontananza y prueba algún mate amargo.
Comience a descansar en las variadas playas de Punta del Este. Si se tiene mucha fe y le gusta el bronceado parejo, tiene la nudista Chihuahua, donde quizá reconozca alguna celebridad ¡como Dios la trajo al mundo! Si es más conservador, tiene las playas Mansa y Brava: la primera, del lado del río con aguas saladas y verdes, es mansa y la segunda, del lado del océano..., brava, claro. Las aguas calmas de la Mansa se deben al Río de la Plata y el ímpetu de las olas de la segunda tiene que ver con la identidad del Atlántico.
No tomarse una foto en Los Dedos, del artista chileno Mario Irrazábal (1982) en la parada 4 de la Mansa es como no haber visitado Punta del Este. El hombre llegó para un encuentro de escultura moderna al aire libre y plasmó una obra de humor negro muy atractiva en solo seis días cuando tenía todo el verano para inspirarse. La mano gigante parece haber sido tragada por arenas movedizas y pide auxilio. Algo más alejado del centro de la ciudad hay una franja costera menos concurrida. La De los Ingleses está pegada al puerto, con arenas finas y rocas, no aconsejable para bañistas.
La Del Chileno, sobre el kilómetro 115, tiene un grano de arena más grueso y ofrece una vista sobrecogedora, El Chiringo tiene aguas profundas, El Emir es ideal para surfistas, y en Manantiales de seguro su sombrilla auspiciada por una marca de celulares va a estar cercana a algún famoso y a aguas de gran oleaje. Llega la hora de almorzar y es sabido que la playa da hambre. Una opción es el restaurante T del argentino Hernán Taiana, también en Manantiales. Como la buena cocina de autor, apela a estimular los sentidos con la combinación de sabores, colores y texturas. Su mujer, Renata, le traerá pan casero, paté de hígado y focaccia como entrada. Para plato principal se recomienda el cordero con mollejas, cebollas acarameladas y papines, o brótola fresca -el pescado clásico- a la manteca con vegetales.
Dese una vuelta por el Museo del Mar. Con la propuesta de Pablo Etchegaray usted podrá apreciar desde esqueletos de ballenas hasta increíbles peces luna. El Museo Ralli es otra opción ineludible: arte latinoamericano y europeo desde el siglo XV hasta el XVIII y del período postimpresionista. Hay un punto ineludible: debe conocer las islas Gorriti y la de Lobos. Desde el puerto de Punta hay decenas de salidas frecuentes a la isla Gorriti, de 21 hectáreas, para disfrutar del encanto de la naturaleza y la belleza de sus playas Puerto Jardín y Playa Honda. La Honda le da la espalda al balneario y cuenta con un parador y varios fogones. También es un lugar ideal para practicar deportes acuáticos.
La isla de Lobos tiene el doble de una superficie rocosa. Allí, en el territorio más austral del país, se encuentra la colonia más grande de lobos marinos de América del Sur, a 10 kilómetros de la costa puntaesteña. La descubrió Díaz de Solís en 1516. Dice la leyenda que algunos de sus tripulantes desembarcaron allí para abastecerse y cazaron 66 lobos marinos (ni 65 ni 70: 66), luego de que los indígenas caníbales, algo enojados, almorzaran a Solís. Los lobos marinos constituyeron la dieta de los españoles embarcados para el viaje de retorno a su país y se llevaron las pieles para comercializarlas en el mercado sevillano. Seguramente fue la primera exportación uruguaya.
El sitio es escabroso, pero cuenta con manantiales de agua potable, césped, calagualas, tunas y algo de tierra. En la pasada década de 1940 el negocio de la explotación lobera quedó en manos de dos empresas pesqueras. En 1992 la matanza se prohibió en el país. Se adujeron criterios ecológicos y ausencia de mercados. Hoy hay dos especies de lobos marinos: el lobo fino, que posee dos pelos (los machos llegan a pesar 140 kilos y medir 180 centímetros), y el lobo marino, que se puede divisar en el propio puerto de Punta del Este, entre los barcos amarrados. Los machos miden 230 centímetros y llegan a pesar 340 kilos. También se pueden llegar a ver elefantes marinos y centenares de gaviotas revoloteando por encima de ellos.
La merienda vale la pena en el clásico restaurante L'Auberge, que es también un hotel. La antigua Torre del Agua, convertida en una de las mejores propuestas hoteleras de la península, guarda como una de sus más ricas y secretas tradiciones el five o'clock tea al atardecer, con waffles al mejor estilo belga en un entorno paradisíaco. Antes que caiga el sol, vuelva a Punta Ballena, vaya a Casapueblo. Se trata de la obra del artista uruguayo Carlos Páez Vilaró, un octogenario famoso por su creatividad en la pintura, así como por nunca haber abandonado las esperanzas de encontrar a su hijo Carlitos, sobreviviente de la tragedia de los Andes en 1972. Casapueblo es un símbolo de Punta: su singular arquitectura demandó 36 años y es, según su dueño, una "escultura habitable".
Si viajar hasta Europa solo para consultar a un adivino holandés si su hijo estaba con vida en plena cordillera fue una quijotada, la experiencia de ir construyendo el monumento arquitectónico llamado Casapueblo a lo largo de tres décadas y media de seguro es un buen parangón. Emprendimiento inmobiliario, atelier, hotel y casa, comenzó siendo un ranchito de lata cuando nadie daba dos pesos por el lugar, y sin planos, a pura intuición, el artista fue erigiendo espacios con corredores laberínticos con una mezcla de estilo mediterráneo y algo norafricano: todo en un blanco impoluto. Un atardecer visto desde ahí no se paga con ninguna tarjeta de crédito.
Por la noche visite el Hotel Conrad Resort and Casino, el cinco estrellas emblema del balneario que combina lujo con grandilocuencia. Cuando se inauguró en 1998 le cambió la cara a la península. El propio hotel se jacta de tener una clara impronta de Las Vegas. Su enclave reposicionó a la ciudad en la región. Ni lerdo ni perezoso, el colombiano Jorge Serna, vicepresidente y gerente del Conrad, apostó a la contratación de vuelos chárters para atraer jugadores al gran casino que cuenta con 72 mesas (18 ruletas, ocho blackjack, entre otros) y un poker room con 11 mesas.
El del Conrad es quizás el casino más importante de la Monte Carlo sureña. Pero el Mantra, en La Barra, no le va en saga: tiene un casino boutique con salas de póker al estilo tejano y otras vip para clientes especiales, también adosado a un cinco estrellas con sábanas de lino y spa de 1.500 metros cuadrados. Se le suma un tercer casino, el Nogaró, en la céntrica avenida Gorlero, donde están todos los comercios importantes, las joyerías y las firmas internacionales que no se ven en Montevideo. Este último casino es codiciado por Manta y Cipriani Internacional para invertir junto al Estado y hacer algo a lo grande que deje fuera de competencia al gigante Conrad.
Como verá, a los uruguayos les gusta compararse con otros para marcar su propia identidad. Así como alguna vez se la soñó como Biarritz, se dice que el Conrad es como estar en Las Vegas, se comenta que el Club de Lago Golf -cancha de golf de 18 hoyos junto a un hotel cinco estrellas- es La Augusta de América Latina. Y todo en Punta del Este, el balneario más cosmopolita del continente: la Saint Tropez criolla de la ex Suiza de América.
Cuando sus 48 horas estén a punto de expirar y ya no le quede dinero (lo dejó en los paños verdes de algún casino o mesas de madera repujada de algún restorán con olorcito a asado), siempre le va a quedar algún minuto más de sol en alguna playa puntaesteña. Y es gratis.
Hágalo, a la hora que sea:
- Pruebe los famosos panqueques de dulce de leche del tambo Lapataia, administrado por la princesa Laetitia D'Arenberg, casada con el archiduque y príncipe de Austria, Leopold von Habsbourg.
- Conocer la estancia Vik en José Ignacio es otra cita imperdible. Se trata de una estadía original entre el arte y la mejor arquitectura uruguaya. Cenar carnes a la parrilla en el quincho es sublime.
- Algunos apuntes para la aventura: alquilar un barco entre parejas amigas que incluya tragos y un cocinero que prepare los pescados logrados del mar; un breve vuelo en helicóptero desde El Jagüel que sobrevuele el lomo de Punta Ballena, el puerto y el cruce de balsa de la laguna Garzón; Splendido La Barra por la noche, con cocteles y música en vivo. (Revista Don Juan)
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