Soya en la selva (o por qué las empresas desean tanto comprar la Amazonía)
En un mundo carnívoro y cada vez más poblado, ¿puede un plato de bistec ser uno de los motivos de la deforestación de la Amazonía? El avión aterrizó sobre una pista desolada y rodeada de sembríos de soya que se extendían hacia el horizonte de la selva de Brasil. El guía Kory Melby y yo éramos los únicos pasajeros. Allí no había un aeropuerto, tan sólo un hangar desierto que albergaba dos aviones pequeños. Las vigas estaban repletas de avecillas y sus cantos resonaban en el recinto de metal. Melby señaló un enorme elevador de grano que se erigía a la distancia. «Eso es Lucas», dijo, y se refería al municipio de Lucas do Río Verde, o lo que él llama El Jardín del Edén, una región en la profundidad de la Amazonía cuyo paisaje, antes salvaje, empieza a convertirse en un gran campo del cultivo. Kory Melby tiene casi cuarenta años, una frente despejada, la mandíbula prominente y una barriga que exige al máximo sus camisas. Es un consultor agrícola independiente y un experto en cultivos de soya estadounidense. Ahora vive en la ciudad de Goiania, en el centro occidente de Brasil, y sus clientes son granjeros, gerentes de cooperativas, reporteros y cualquiera que necesite un guía sobre la agricultura de la zona. Se describe a sí mismo como un vikingo perdido y bendecido con una esposa y un hijo en este país. «Soy un fanático del Brasil y del [estado de] Mato Grosso –respondió a mi primer correo electrónico–. Mis amigos encarnan la historia del pionero exitoso. Marino llegó en 1988, cuando éste no era más que un asentamiento. Hoy es el alcalde de un pueblo de treinta mil habitantes en el "corazón de la soya" en el mundo». Los amplios espacios abiertos son una nueva característica de este paisaje. El nombre Mato Grosso significa «jungla espesa», pero en los últimos años el estado sufre una de las deforestaciones más rampantes del planeta. Enormes áreas de terreno son allanadas para la crianza de ganado y para el cultivo de grano de soya, principalmente. Sin embargo, a la mayoría de brasileños esta región aún le suena a «patio trasero». Casi toda la población habita las ciudades de las costas, como Sao Paulo, donde viven más de veinte millones de personas. En el estado de Mato Grosso, que es una región mucho más grande que Chile, sólo hay tres millones de ciudadanos. Cuando tramitaba una visa de turista para mi viaje, una mujer me atendió en el consulado. «¿Qué clase de trabajo va a hacer allí? Nadie va allá a hacer turismo», me dijo devolviéndome los formularios. En verdad, iba a Mato Grosso para observar lo que debía ser la primera línea en la marcha de la civilización, el lugar donde el tema épico del «hombre versus naturaleza» alcanzaba una terrible claridad: «En esta esquina, el monocultivo de soya a escala industrial; en la otra, la biodiversidad». Una frontera en medio de la selva. Y allí estaba yo, en la margen sur del río Amazonas, mirando sobre un mar de soya el pueblo de Lucas do Rio Verde. El corazón de la soya. El Jardín del Edén.
«No requerimos caminos para cortar el bosque. Todo lo que necesitamos son aserraderos y ganado, como verán cuando se dirijan al norte», dijo Plinio Silva en la recepción del hotel de Cuiabá, la capital del estado de Mato Grosso. Silva era un tipo cetrino, que usaba tirantes y se veía a la vez imponente y cordial. Asumía una postura de rígida rectitud sobre su sillón. Era urbanista e ingeniero civil, y había diseñado pueblos enteros. Ahora organizaba el concejo de alcaldes del estado. Le pregunté si estaba familiarizado con el reporte de Greenpeace. «Soy un defensor de Greenpeace –respondió en un inglés lento y entorpecido por el desuso–. Creo que hacen un trabajo importante. Pero no nos parece que estén reportando la realidad». Sonrió. «Están agrediéndonos y no sabemos por qué. ¿Qué es lo que quieren?».
Lo que los ambientalistas quieren, le dije, es que se detenga la tala.
«Honestamente, ya tenemos suficientes tierras para trabajar. Esto será lo mejor para todos. No sólo para nosotros, sino para nuestros vecinos y para el mundo entero. Si existiera una política consistente, creo que la mayoría de los matogrosenses la apoyarían. Aunque primero deben considerarse algunos aspectos: ¿Por qué la gente tala el bosque? ¿Acaso les agrada? No. Brasil es un país pobre. Tenemos que crecer. La mayoría de la gente en Mato Grosso sabe que tiene que conservar el Cerrado (una zona inhóspita y poco apreciada), el Amazonas (la frondosa selva tropical) y el Pantanal (un sector húmedo y con mucha fauna). Pero hay una falta de compromiso social y una falta de sentido común. Ésta es la mayor dificultad». Hizo una pausa mientras yo apuntaba en mi libreta. «Dígale a la gente que queremos compañeros, personas con algo que aportar y comprometidas en hallar resultados. No necesitamos más críticos».
«Yo tengo un sueño», dijo al final de su perorata invocando a Martin Luther King; su rostro reflejaba una sonrisa. «Sueño que podemos llegar a nuestro objetivo y hacerlo con dignidad». La carretera de la soya atraviesa el municipio de Lucas do Rio Verde en cuatro carriles recién asfaltados y separados por una amplia berma salpicada de palmeras. En el medio del pueblo corre una franja de parque boscoso. Las calles están en buen estado –sin baches ni aceras rotas– y cualquiera que esté acostumbrado a la proverbial desidia latinoamericana respecto de la suciedad se sorprenderá con la limpieza del lugar.
Al llegar, tomamos un paseo en la camioneta de Michael Boz. Él tiene poco más de veinte años y es propietario de una tienda de neumáticos para maquinaria agrícola: tractores, cosechadoras y aparatos similares. Había llegado a Mato Grosso dos años antes desde el Paraná, en el sur del país, luego de explorar otros centros agrícolas. Lucas do Rio Verde le pareció la tierra de las oportunidades. «Llegué un martes –me dijo–. El jueves siguiente ya tenía un negocio». Boz tiene una camioneta pick up 4×4, que bien podría ser el vehículo oficial del Estado. Mientras conducía, él señalaba las más recientes muestras de desarrollo: la escuela secundaria, el juzgado, el hospital. Todos nuevos. «Nada de lo que ven aquí –dijo–lo hizo el Gobierno. Fue el pueblo. Los granjeros».
Brasil tiene la mayor diferencia de ingresos en América. Pero el municipio de Lucas es considerado como de clase media, y allí aún no hay favelas, esos endebles caseríos que invaden las grandes ciudades del país. En gran parte de Latinoamérica, los perímetros de las propiedades están marcados con trozos de vidrios que alejan a los intrusos. En Lucas, las casas están libres de esas defensas y las puertas están abiertas de par en par. El pueblo tiene unos treinta mil habitantes, pero la población crece y no hay señales de que esto vaya a detenerse. Michel Boz dice que la población se duplicará en diez años. Entonces Lucas tendrá el doble de habitantes de Decatur –el centro de operaciones de la empresa Archer Daniels Midland, en los Estados Unidos–, considerado por sus habitantes como la Capital Mundial de la Soya.
La camioneta se detiene en las riberas del Río Verde. Un puente de madera conecta los bancos boscosos –densamente poblados– con los altos árboles que a cada lado forman una pared de follaje selvático. Debí mencionar algo acerca de la Amazonía, porque Boz movió un dedo índice y negó: «No, esto es mata. Sólo bosque. Para ver la verdadera selva tropical amazónica hay que ir mucho más al norte, cerca a la frontera con el estado de Pará. Todo lo que se encuentra hasta llegar allá –insiste él– es Cerrado o mata. Los europeos dirán que esto es selva tropical, que estamos talando la Amazonía. No saben de lo que hablan».
Asimilé con increíble lentitud esta simple verdad geográfica. Es decir, que se puede estar parado en la cuenca del Amazonas y, sin embargo, no estar en la selva tropical amazónica. En el municipio de Lucas estamos aún estrictamente en lo que se llama Cerrado, una inhóspita mezcla de enmarañados bosques y sabana tropical. En cuanto al término mata, éste sugiere arbustos, y es usado de manera indiscriminada para indicar los bosques de transición; es decir, un intermedio entre el Cerrado y la Amazonía en pleno. La distinción no es académica. Aunque a menudo la ley es ignorada, los granjeros que poseen tierras en el Cerrado están legalmente autorizados a limpiar hasta el ochenta por ciento de su propiedad. En el Amazonas la proporción varía. El ochenta por ciento debe ser preservado y sólo el resto puede ser talado. El bosque de transición es un término medio muy discutido. ¿Dónde termina éste y dónde empieza la selva tropical? Al parecer todos tienen su propia opinión.
«Mi hermano Marino es un verdadero pionero», dijo Paulo Franz hablando entre bocado y bocado en un restaurante de Lucas do Rio Verde. «Llegó en 1988 para hacer investigaciones sobre el arroz con el Gobierno. Por ese entonces nadie pensaba que se podía cultivar soya aquí».
Franz es un hombre pulcro, de hombros amplios y cabello bien peinado, como el de un escolar. Tiene treinta y dos años y es un gaúcho. En el Brasil moderno, gaúcho alude por lo general a los habitantes del estado sureño de Río Grande do Sul. De manera más amplia, se refiere a los europeos –alemanes e italianos, principalmente– que han permanecido en la zona desde que el primer Emperador del Brasil fomentó una ola de colonización a inicios del siglo XIX. Los inmigrantes se trasladaron en masas hacia el sur, donde muchos se hicieron hacendados. Franz, que creció en un pueblo de Sao Paulo, dice que sus ancestros llegaron de Alemania después de 1880. «Eran muy pobres, creo. Mineros». Franz estudió un programa de intercambio para granjeros en la Universidad de Iowa, y habla fluidamente el inglés, aunque con un marcado acento alemán. Él, su esposa y su pequeña hija hablan en ese idioma. Su hijo menor –un rubiecito al que le faltan los dos dientes de adelante– puede entenderlos, pero cuando abre la boca sólo le sale portugués.
Como Franz y su familia, unos doce millones de brasileños son de ascendencia alemana, menos de la décima parte de la población del país. Su existencia puede ser una sorpresa cuando, en tu mente, Brasil es la tierra de Pelé y del Carnaval, de la samba y de la bossa nova. Es decir, una amalgama de Portugal y África en el Nuevo Mundo. Pero en el municipio de Lucas do Rio Verde hay escasos rostros negros y morenos a la vista. En el restaurante donde conversábamos, camareros pálidos se aparecían cada pocos minutos con un nuevo y reluciente corte de carne. La mitad de la concurrencia parecía tener ojos azules, y una adolescente pelirroja lucía sonrojada y llena de pecas. Como grupo, parecían poco aptos para vivir bajo el sol tropical. En el momento de mi llegada la ironía era impactante: feriado nacional, O Dia da Conciencia Negra. El Día de la Conciencia Negra. Paulo Franz llegó a Lucas en 1996. «Entonces, no había nada aquí –me dijo–. Ni electricidad ni desagües ni asfalto. Cuando traje a mi esposa, quiso escapar». Ella estaba sentada detrás de su porción de carne y añadió: «No, nunca pensé en volver a casa». Se llama Leandra y es una mujer encantadora. Ese día usaba un vestido ligero y sin mangas, que resaltaba sus brazos esbeltos y bronceados. «Nunca lloré. ¿Para qué hubiera servido? Tenía dieciocho años y estaba embarazada. Todas nuestras pertenencias estaban en el autobús. Dos de cada cosa: dos platos, dos tazas, dos toallas. Antes de llegar, Paulo me dijo: "La casa no está lista". Yo le contesté: "Mein Gott. ¿Qué le falta?" "Las paredes, el techo". Llegamos al pueblo. Todo era tierra. Me mostró la bodega. Había polvo por todos lados y gatos durmiendo en los estantes. Paulo trabajaba muy duro por entonces: se iba antes del amanecer y regresaba cuando ya estaba oscuro. De día, nunca nos veíamos el uno al otro». Ahora los Franz tienen un techo y paredes que los cobijan, además de una pequeña piscina en el patio trasero de una cómoda aunque modesta casa. Pero como cualquier pareja emergente en cualquier parte del mundo, los Franz están dispuestos a cambiarla.
En su libro Los soportes de la vida –un tratado sobre los principales cultivos del mundo– el escritor estadounidense E.J. Kahn habla de los muchos y renombrados entusiastas de la soya que han ensalzado las bondades del «frijol milagroso». Entre ellos, hombres poderosos como el empresario Henry Ford, que usaba trajes fabricados con «seda» derivada de la soya, y Dwayne Andreas, el director de la compañía Archer Daniels Midland, que siempre cargaba muestras de alimentos hechos con soya para convidárselas a los ejecutivos y dignatarios con quienes se entrevistaba. Ambos capitalistas sentían que, en un mundo donde millones de personas están desnutridas y donde la hambruna es un mal común, era inescrupuloso que la soya fuera usada como alimento para el ganado. A pesar de la amplia difusión de la margarina y la sigilosa proliferación de la soya en los alimentos procesados, los esfuerzos de esos personajes fueron insuficientes. La soya nunca logró asentarse en las mesas estadounidenses.
En el 2006, un año después de que Greenpeace galardonara a Blairo Maggi con la Motosierra de Oro, dos científicos que estudiaban los suelos recibieron el Premio Mundial del Alimento (algo así como el Nobel de la Agricultura). Uno era brasileño y el otro, estadounidense. Su esfuerzo combinado había hecho posible el desarrollo del Imperio Maggi. Su investigación demostraba que altas aplicaciones de cristales de cal y fertilizantes ricos en fosfatos podían convertir el Cerrado brasileño –bendecido con abundante sol y lluvias– en una región increíblemente productiva. Mientras un granjero de Iowa, en los Estados Unidos, puede plantar soya un año sí y al año siguiente ya no, en Mato Grosso es una práctica común recoger dos cosechas al año.
Las primeras plantas de soya en el Cerrado florecían tempranamente y permanecían estancadas. Como le explicó un científico en el Centro de Investigación del Cerrado al periodista Mac Margolis: «Es como una niña de diez años embarazada. Puede dar a luz, pero ni ella ni el bebé estarán bien desarrollados». Hacía falta desarrollar una «soya tropical». Una variedad que floreciera en un período más largo, dándole a la planta mayor tiempo para su desarrollo. Esto se logró tras años de laboriosos cruces realizados por los científicos del muy respetado organismo de investigación del Ministerio de Agricultura. Mi guía Kory Melby y yo asistimos a un seminario de campo de esa dependencia, en las afueras del municipio de Sinop. Los ingenieros promovían una agricultura que involucraba rotar del cultivo de soya al maíz y, finalmente, a pastos para alimentar al ganado. En otras palabras, la carne sería la tercera «cosecha» del ciclo. Los ingenieros esperaban que este régimen incrementara la producción y redujera la necesidad que tienen los agricultores de «liberar» más tierras. El seminario se realizó bajo carpas provistas por el gigante agroindustrial Syngenta, que fabrica productos de «protección de cultivos» como herbicidas, fungicidas, insecticidas y también muchas variedades de semillas transgénicas. De regreso a mi habitación de hotel, la televisión mostraba a manifestantes que acampaban afuera de las oficinas de la empresa Bayer CropScience, en Sao Paulo. Ellos habían colocado grandes pancartas amarillas que decían: «Milho transgénico: no nosso prato nao!». Maíz transgénico: ¡No en nuestro plato! Y vestían máscaras de gas y trajes protectores de color amarillo brillante. Tenían la palabra Greenpeace grabada sobre el pecho.
La hacienda de Paulo y Marino Franz fue bautizada Fazenda Mano Julio en memoria de un hermano suyo que se ahogó a los quince años. Como la mayoría de las granjas en la región, también ésta es inmensa: mide ochenta kilómetros cuadrados contiguos. Kory Melby, el guía, me contó que cuando los Franz compraron la tierra, la gente se burló. La tierra no era gran cosa y se hallaba muy lejos de los caminos. Cinco años después, nadie se reía de ellos. Los hermanos expandían y diversificaban sus negocios a un ritmo increíble, y construían así lo que ya parecía un pequeño imperio. Habían puesto las manos en cada aspecto de la agricultura de la región, desde los fertilizantes hasta el financiamiento; desde el almacenamiento hasta el alimento para el ganado. La soya, al parecer, era el menor de sus negocios.
«Estos muchachos están a mil», me dijo Melby. «Se reinventan cada seis meses. Cuando vengo, hay un nuevo giro en sus operaciones, alguna cosa nueva en la que se han metido». Uno de sus negocios más recientes es un camal. En un inmenso corral junto a un granero rojo se apiñan cinco mil cabezas de ganado cebú (una raza de la India que se adapta bien a los trópicos), y se embadurnan con lodo y estiércol hasta el cuello; sus blancas pelambres relucen bajo el ardiente sol del mediodía. Brasil tiene la mayor cantidad de cabezas de ganado en el mundo y, gracias a su sistemática erradicación de enfermedades, también se ha convertido en el primer exportador de carne. Al consumidor europeo le atrae que las reses sean alimentadas con pastos, y no como los rebaños atiborrados de antibióticos y engordados con granos, principalmente, maíz (aunque hay evidencias de que al menos parte del ganado brasileño es beneficiado al estilo agroindustrial).
Avanzamos algunos kilómetros de caminos polvorientos hacia el camal. Nos pusimos cascos y paseamos por una serie de enormes estructuras de concreto que pronto albergarían miles de cerdos. Una porcinópolis amazónica. Alrededor del complejo, una partida de trabajadores bronceados plantaba miles de semillas de eucalipto. «Es por higiene», explicó Ismael Gross, el ajado y sudoroso gerente de la granja de los Franz. Los árboles, dijo, crearían una barrera contra las enfermedades. Además, los trabajadores tendrían que ducharse al entrar y al salir de la planta. Los camiones cargados de alimento se quedarían fuera. Las provisiones se trasladarían a otro vehículo designado sólo para transitar dentro de los confines de la porqueriza. «Total control de calidad», dijo Gross, enunciando con cuidado cada sílaba. Yo anoté las letras «TCC» en mi libreta, junto a un signo de interrogación. ¿Quién exigía este nivel de calidad? «Europa», contestó Gross. Los auditores del Banco Mitsubishi habían llegado esa mañana para asegurarse de que su inversión en chuletas –destino final Bruselas– recibiría el sello de aprobación de la Unión Europea.
El ganado produce desechos en cantidades gigantescas. Gross me aseguró que los silos usados para recolectar los desperdicios estaban recubiertos de plástico, pues los pozos de arcilla eran muy vulnerables a las filtraciones. Más impresionante aun era el biodigester (una gran cubierta de plástico colocada sobre el silo), que contiene bacterias anaeróbicas que convierten el estiércol en fertilizante orgánico y gas metano. Los Franz estaban eliminando el gas metano (muy potente y de consumo doméstico) hasta que pudieran instalar una pequeña planta para convertir el gas natural en electricidad. «Queremos ser independientes en el consumo de energía», dijo Paulo Franz.
Al caer la tarde, volvimos a la granja. Un aeroplano de color cereza revoloteaba sobre los campos esparciendo fungicida contra la roya asiática (una plaga que ataca la soya) y también pesticidas contra los insectos. Franz señaló la nave: «Está funcionado con álcool». Es decir, con etanol, un destilado del prodigioso surtido de caña de azúcar que existe en el país. Luego el sol se ocultó y todo volvió a la calma. Franz se sentó en una silla reclinable y sorbió mate de yerbas con una canilla de metal. Los zumbidos y siseos del fumigador fueron remplazados por el ruido de un improvisado juego de fútbol en un jardín adyacente. Un bebé rubio, hijo de uno de los obreros, rezumaba felicidad sobre una manta tendida en el pasto. «Ésta es la mejor época de la hacienda», comentó Franz alcanzándome el mate. La escena era apacible, sin dudas; un idilio agrícola manchado sólo por el suave vaho de las neurotoxinas que flotaban en el quieto aire nocturno.
Desde el mito de El Dorado hacia adelante la historia del desarrollo de la Amazonía es una narrativa del fracaso. Para demostrarlo, los estudiantes de la región sólo necesitan señalar el decadente teatro de ópera de Manaos –reliquia de la fiebre del caucho– o los solitarios restos de la desaparecida planta de procesamiento de caucho de Henry Ford. Si quieres dejar la Amazonía con una pequeña fortuna –se dice–, entonces deberías llegar con una gran fortuna.
El aparente éxito de «las ciudades de la soya» contrasta con esa abyecta historia, y uno no puede visitar la región sin preguntarse si la maldición por fin habrá sido vencida. El fantasma del fracaso también ronda el negocio de la soya. Tomemos el ejemplo de Olacyr de Moraes, el desventurado ex Rei da Soja (Maggi no fue el primero), considerado alguna vez como uno de los hombres más acaudalados del planeta. Sus propiedades incluían una cantera, una refinería de azúcar, una planta de energía, una constructora y un banco. Pero eso fue antes de que él intentara construir una «carretera de la soya» de casi cinco mil kilómetros, que conectara a los productores del centro occidente con los distantes puertos del Amazonas y el Atlántico. Casi dos décadas después, aquella vía está a medio hacer, y a su arquitecto original lo agobian los acreedores. De Moraes lo apostó todo para transformar la región mediante la infraestructura y, en su sueño, perdió hasta la camisa. A inicios del 2006, el otrora constructor de imperios se encontró con el presidente Luiz Inacio Lula da Silva, un antiguo líder sindical, y en lo que parecía un increíble giro del destino exclamó –según se dice– con lágrimas en los ojos: «Yo pagué el precio de la colonización».
La gente que conocí en Mato Grosso sentía que recibía la justa recompensa por sus esfuerzos. Pero aun con sus calles limpias y sus hogares seguros y sus brillantes expectativas, el éxito futuro de sus comunidades no está asegurado. El propio éxito es sospechoso, pues en cierta medida los ciudadanos de esa zona ya han sido sus víctimas. Al expandirse de manera tan rápida, la agricultura brasileña proveyó de tanta soya al mundo que los precios no justificaban que se siguiera sembrando. Un productor en el municipio de Sorriso se lamentaba: «En los últimos dos años la soya no ha sido un elemento positivo. Los precios se han sofocado y los costos son muy altos». Sorriso significa «sonrisa» y, de acuerdo con el guía Melby, es el municipio con la mayor producción de soya en el mundo. Allí la presión del mercado estaba empujando a muchos de sus granjeros a cultivos más rentables como el algodón y eucaliptos de rápido crecimiento, que pueden ser vendidos como combustible para el secado de la soya o carbón vegetal. Hasta que los engranajes internos de la economía cambiasen, pensaba aquel agricultor, la soya no valía los frijoles.
La colonización de la Amazonía fue activada por la paranoia de los gobiernos militares de Brasil. Los generales que dirigían el país temían que sus fronteras despobladas y su vasto territorio pudieran motivar incursiones extranjeras. «Occupar para nao entregar». Ése era un eslogan. Otro: «Tierra sin hombres para el hombre sin tierras». Los militares construyeron carreteras para facilitar la migración, pero hicieron poco para manejar el desarrollo. Los resultados se hacían bastante predecibles. Colonos sin conocimiento alguno del terreno se abrían camino a machete y fuego, adentrándose más y más en la selva que los rodeaba. La destrucción se esparcía desde los caminos imitando la figura del esqueleto de pez, lo cual se podía advertir desde una foto satelital: la carretera simulaba la columna vertebral y los claros partían de ella como las espinas. Era un extraño orden para el caos.
Ahora una subrepticia corriente de paranoia atraviesa la sociedad brasileña cuando se trata de la Amazonía. El amenazado sentido de soberanía de este país ha sido azuzado en parte por los comentarios de políticos bienintencionados como Al Gore: «Al contrario de lo que piensan los brasileños –dijo él alguna vez–, la Amazonía no es su propiedad. Nos pertenece a todos». ¿Cómo se sentirían los estadounidenses si líderes extranjeros se expresaran así sobre, por ejemplo, Alaska? Poco después de llegar al Brasil, David Miliband, el secretario de Medio Ambiente de Gran Bretaña, propuso un acuerdo internacional para comprar una vasta porción de la Amazonía y administrarla como una reserva. La respuesta de Brasil a esa idea fue inmediata. «La Amazonía –dijo el presidente Da Silva– no está a la venta».
Hacia el final de mi viaje, Kory Melby y yo pasamos una mañana en el municipio de Sinop recibiendo un sermón de parte del presidente del sindicato rural (una coalición de granjeros y taladores locales). Se llamaba Antonio Galván y era un sujeto irascible y de mirada penetrante. Estaba fastidiado por la presencia de dos gringos entrometidos en su oficina y, tras una pregunta, se disparó con una perorata de casi una hora. Sus regaños estaban sazonados con palabras como absurdo y ridículo, y a cada tanto él azotaba la mesa con el puño. «Si no quieren que trabaje la tierra, entonces páguenme», gritó Galván. Bam. «¡Nadie más en el mundo produce y preserva al mismo tiempo! ¡Dejamos el ochenta por ciento de la Amazonía intacto! ¡Dejamos los árboles de las riberas en pie!». Bam. «¿Quién más hace esto? No vengan a decirme cuántos campos de fútbol equivalentes de Amazonía desaparecen cada minuto. ¡Es absurdo!». Bam.
Dejamos la oficina un tanto desilusionados. Llevábamos en las manos un disco compacto con un documento que exponía la visión del sindicato sobre el futuro del estado de Mato Grosso. Incluía mapas y cuadros y proyecciones de producción. La página del título estaba adornada con otro de los grandes lemas de la colonización: A Amazónia é nossa. La Amazonía es nuestra.
La Amazonía no funciona como «el pulmón del mundo», como se cree. Los científicos dicen que la selva consume tanto oxígeno como el que crea. Aun así cumple otros propósitos igualmente vitales. Parece que el bosque tropical crea gran parte de sus propias lluvias mediante un proceso llamado evapotranspiración: los árboles envían humedad hacia el aire de la jungla, y la humedad vuelve a caer en forma de lluvia. Si talas demasiados árboles, es posible que el completo sistema colapse y la selva se vuelva mucho más seca, como el Cerrado. Es decir, más sabana que bosque. Hay señales de que el clima de la región puede orientarse hacia esa dirección. En el 2005, casi toda la cuenca fue azotada por sequías extremas. Los ríos se secaron, pueblos enteros estuvieron aislados y los botes quedaron varados. Los peces murieron en masa, y la época de quema –cuando los granjeros despejan terrenos con fuego– se descontroló, pues los incendios cubrían el bosque con una densa humareda. Brasil es el cuarto mayor emisor de gases de invernadero en el mundo. Las casi tres cuartas partes de sus emanaciones son atribuidas a la deforestación. Es posible que las sequías de aquel año fueran una simple aberración, pero se teme que sean un anticipo de lo que le espera al bosque tropical y al mundo entero cuando se desarticule el sistema climático global.
Nunca encontré la frontera que andaba buscando, aquella que separa la agricultura industrial de la Amazonía en sí. Había muchos límites entre los bosques y los campos, y cada uno de ellos era sólo un fragmento de un entramado mayor. Al estar expuestos al sol tropical, los bordes de los claros reverdecen y crecen con rapidez, y el bosque vuelve a cerrarse como una herida que cicatriza. Para entrar en la jungla, debes abrirte paso a machetazos, enfrentándote a la imponente malla de ramas y enredaderas. Es mejor pararse en medio de los campos y contemplarlos a la distancia o trepar a alguna altura para ganar perspectiva, como hice en la granja de los Franz. Kory Melby exaltaba esa propiedad como un «hermoso pedazo de tierra». Creí que aludía a su valor productivo más que estético. Sin embargo, desde lo más alto del silo, el lugar era muy bello e impresionante en su uniforme verdor.
Los granjeros ven el bosque de una manera distinta a los demás y, por supuesto, a los ambientalistas. Lo que los granjeros llaman zona «no mejorada», los defensores del medio ambiente lo definen como área «prístina». Donde el amante de la naturaleza ve belleza y abstracción, el ranchero observa suelos cultivables y utilidades. Un día en que recorríamos el bosque, nos detuvimos en un claro donde la espesura daba paso a un sembrío de soya a la altura de los tobillos. Era una escena bastante común en Mato Grosso, que se repite una y otra vez por donde uno vaya. «Mire –dijo el conductor del vehículo– esto es lo mejor para mí. Tienes soya y luego bosque. Si hay sólo soya, no está bien, es apenas desierto verde. Pero si tienes sembríos y luego jungla, como acá, es hermoso».
Entretanto, todo indica que Blairo Maggi duerme tranquilo por las noches. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Nadie es el villano de sí mismo, y quizá menos que nadie Maggi. Según él, está dando empleo a la gente y a la vez alimentando al mundo. «¿Desean árboles y hambruna?», desafía Maggi a sus críticos. Sin duda, muchos descartarían esto como una falsa dicotomía, pero no hay manera de sortear la fea realidad de tener que alimentar a una población de seis mil quinientos millones de personas en el mundo (que se proyecta ser de nueve mil millones a mediados de siglo). Si todos queremos comer carne, si el mundo espera producir no sólo su alimento sino también su combustible, entonces alguien, en algún lugar, tiene que ceder.
Una crónica de Patrick Joseph |
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