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CAUSA ABIERTA

Una multitud vibró con el retorno de "Los Olimareños"

Una multitud vibró con el retorno de "Los Olimareños"

Horas antes de que todo empezara, mucha gente estaba agolpada en las puertas 12, 13 y 14 que eran las que conducían a los sectores más altos de la Olímpica. El entorno estaba coloreado con banderas de fútbol y de partidos políticos. Unos minutos después de las 21 llegó buena parte de la plana mayor del Frente Amplio, encabezada por Mujica y los ministros Bonomi, María Julia Muñoz y Agazzi, entre otros. El pre candidato presidencial fue invitado enseguida a la parte posterior del escenario. A esa altura el estadio estaba prácticamente repleto: se apagaron las luces y se encendieron las de tres pantallas gigantes que estaban en el escenario. Lo primero no fue una canción sino la lectura de una carta que el poeta Ruben Lena había enviado al dúo hacia mediados de 1964. Mientras el estadio prácticamente a oscuras escuchaba las palabras, dos de las pantallas empezaron a apoyarlas con imágenes. Después de ese pequeño montaje audiovisual el Centenario estalló con la entrada de Los Olimareños, quienes empezaron haciendo una versión muy enérgica de Del templao, donde se lució Pepe con un swing impecable en la guitarra, acompañado por un arreglo instrumental para la banda muy sobrio. Enseguida de esa canción, vino el único comentario que Pepe hizo durante buena parte del recital: era para dar las "gracias por estar ahí por tantos años", y agregó "es el mejor homenaje que pueden recibir los autores de estas canciones". Las palabras fueron seguidas por la interpretación de Nuestro camino. En ese primer tramo del concierto las canciones se fueron encadenando con un marcado equilibrio de climas, con arreglos muy ajustados y sobrios que permitían destacar a las guitarras y las voces de Pepe y Braulio. El público se plegó en prácticamente todas las interpretaciones, estallando luego de cada una para levantar la temperatura del estadio. Es de destacar la forma en que el dúo frasea, integrando como color central las pequeñas desafinaciones en voces o en guitarras. Es como si las canciones pidieran esa rugosidad que da a la interpretación algo de suciedad y desprolijidad, pero que al mismo tiempo las integra con fluidez. Sin esos desajustes mínimos las canciones no funcionarían. Cada una de las interpretaciones estaban apoyadas por imágenes que se proyectaban en las tres pantallas gigantes. Las versiones las hacían como de memoria: les salieron de taquito y capitalizando esa espontaneidad con el oficio que le daban muchas décadas de andar juntos. Cuando cantaron Sembrador de abecedarios, de Víctor Lima, prácticamente todo el estadio se sumó al canto. Lo mismo ocurrió cuando el clima hizo ebullición con Isla Patrulla. En esta milonga fue conmovedor sentir cómo la gente se pliega al ritmo de Pepe cuando retiene las notas y le pone una suspensión al fraseo que es tan físico que es imposible quedarse quieto en el lugar. Después vino un set más intimo, sentados, en el que el dúo se muestra con la misma capacidad de otras épocas para componer personajes vocales muy potentes y expresivos. En esos momentos parece que se activara una memoria colectiva que moviliza a cantar incluso a quienes nunca los habían visto actuar en vivo y no conocían de primera mano esas canciones. Los discos y las voces de los mayores mantenían una presencia que ni el exilio ni la separación posterior del dúo pudo extinguir. En ese legado musical se recrea un paisaje campero, lleno de personajes y siluetas que se inmortalizaron en el arquetipo y que a pesar de los años están instaladas en el imaginario colectivo. Siguen teniendo una vigencia muy marcada e indiscutible. Entre esos personajes están Aquino, Joaquín que está "en medio del silencio" o la niña de Guatemala.

Tras esa mirada más hacia adentro, vino un set de canciones mucho más enérgicas, en las que predominan las milongas, las zambas y los aires venezolanos, así como aquellas pioneras fusiones de la canción popular con la murga, como ocurre en Donde arde el fuego nuestro.

La esperada cita con Los Olimareños cumplió con la expectativa de la gente. Pepe y Braulio literalmente coparon el escenario porque son dos presencias dominantes que, por historia y por mérito musical, no necesitan mayores despliegues para establecer la comunicación inmediata con el público. Todos querían escucharlos otra vez juntos, aunque sea para una despedida definitiva. Atrás queda una traza dejada por más de cuarenta títulos discográficos, infinidad de recitales por todo el país, la resistencia en el exilio, la separación tras el regreso. Nada parece haber sido en vano. Es esa misma vigencia, la del mito fundante, la que mantuvo el deseo de una reunión (siempre postergada) a pesar de las diferencias que los distanciaron por tantos años. Anoche esa reunión finalmente llegó, y hoy se repetirá con la misma intensidad emotiva.

Dos momentos sobresalientes en el tramo final del concierto

Del último tramo del concierto sobresalieron dos momentos muy altos en emotividad y musicalidad. Uno de ellos se creó cuando Los Olimareños recuperaron algunos pasajes del disco Todos detrás de Momo, con el muy solvente acompañamiento de la batería de murga La Tríada. Ese trabajo sentó las bases pioneras de la murga canción como género. Y desde el verso y la música recuperó personajes y vivencias de un mundo casi mítico que pertenecían casi con exclusividad al universo carnavalero. Al igual que en el disco, Pepe y Braulio interpretaron las canciones de forma continuada. Con La milonga del fusilado llegó otro de esos momentos claves del concierto, donde el recogimiento y la reflexión se conjugaban en un canto de gesto declarativo y potente. Ese mismo clima se continuó con Los orientales, Cielo del 69 y desembocó, al final, en Orejano, que fue la canción más esperada y el cierre formal del concierto. Pero sobrevinieron los bises dando forma a un nuevo recital que finalmente terminó con A Don José.

Otros dos recitales dividieron el público de anoche

Mientras Los Olimareños agotaban entradas en el Centenario, otras dos propuestas interesantes estaban en marcha. En el Solís, Luis Alberto Spinetta arrancó su recital poco antes de las 21.30 con una sala casi colmada. Era obvio que el músico argentino no tenía demasiado público en común con Los Olimareños. El concierto de Spinetta empezó con Divino tesoro, a la que siguieron Lago de forma mía (del disco Pelusón of milk, 1991) y Las cosas tienen movimiento, de Fito Páez. A la mitad del concierto, el tecladista Claudio Cardone hizo un solo, típico de este show revisionista donde Spinetta repasa canciones de toda su carrera: desde los años de Almendra hasta la fecha. Al comienzo, demoró menos de treinta segundos en nombrar a Hugo Fattoruso, que estaba presente, y saludarlo como "el genio más grande". Como es habitual en sus presentaciones en Uruguay, hizo varios chistes pero también un reproche a un espectador que tenía una cámara encendida. La presencia de Spinetta sí le sacó espectadores al grupo argentino Estelares, que se presentaba en La Trastienda ante unas 300 personas. A pesar de que están a punto de sacar un disco nuevo, la mayoría de los temas que hicieron pertenecen al disco Sistema nervioso central. Fue llamativa la cantidad de jovencitas "groopies" que se hicieron presente. (El País)

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