En Uruguay hay una especie en extinción y es humana: los meteorólogos
Aquella noche de agosto del 2005 fue terrible. La ciudad de Montevideo, de golpe y porrazo, se convirtió en un pandemonium. Vientos de 200 kilómetros por hora jugaban con la lluvia y azotaban todo a su paso. Cayeron torres de metal, muchas casas fueron destruidas, autos partidos a la mitad por árboles arrancados de cuajo y, lo peor, varios muertos al ser apretados por paredes de ladrillos que cayeron como si fuera de cartón. Esa noche escribí en el diario La República que ningún meteorólogo había pronosticado ni siquiera una ventisca y que el desastre se habría podido evitar. A partir de allí los predictores quedaron en medio de otra tormenta, mediática, que le pedía explicaciones. Por un tiempo cayeron en desgracia y se culpaban unos a otros, pero con el paso del tiempo se fueron fortaleciendo nuevamente y aparecieron en escena como antes, vestidos de payaso, con bigotes que no se les cortan nunca, con estampa de conde, en fin, variopinto pues era el espectáculo televisivo. Claro que muchas veces le erraban como las peras, aunque otras acertaban. Para ellos fue siempre como un juego, nada científico, qué va. El Ministerio de Defensa que los regula nunca supo que hacer y ayer fue el colmo. Lanzaron un alerta meteorológico que paralizó varias actividades públicas, jerarcas de la enseñanza salieron a explicar que el inicio de las clases se suspendían hoy por el tremendo pronóstico. No ha sido conformado, pero parece que se ordenó el acuartelamiento de los soldados para prevenir el desastre. Casi al mediodía había llovido bastante, sin viento. Fue una mañana como las que yo recuerdo cuando las gotas golpeaban las chapas de zinc de mi cuarto y me hacían dormir. Un papelón.
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