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CAUSA ABIERTA

Vida y pasión de los pueblos de campaña

Vida y pasión de los pueblos de campaña

Escribe Daniel Vidart



Para conocer bien el país natal no hay como viajar por el mundo. La temporal proscripción impuesta por el viaje remueve la sensibilidad y agudiza el entendimiento, suscita nostalgias demitificadoras, enseña a querer reflexivamente el terruño y a comprender sus defectos y virtudes.
Fue en el extranjero donde nació la vocación sociológica de Gilberto Freyre, el gran ensayista brasileño de Casa Grande y Senzala.
Fue también a mi paso de barojano “hombre humilde y errante” por las aldeas y campos europeos que advertí, como a la luz de un relámpago, el lacerado signo de nuestros pueblecitos rurales.

La campiña toscanaIba yo por la campiña toscana, costeando el río Arno, entre árboles sombríos y plateados. Una armonía preestablecida, de mónada leibniziana, ordenaba el paisa¬je. Todo estaba en su lugar: los olivos venerables, los cipreses agudos, los caminos antiguos, las viviendas patinadas por los años y por el sol. El canto de los pájaros descendía sobre los trabajos de los hombres; el humo de los caseríos levantaba sobre los sembrados sus torrecillas azules. Una invisible secuencia unía con un hilo de eternidades el legado de Etruria y de Roma a las primicias otoñales de la Italia contemporánea.


Temblaba el tiempo como una estrella carnal sobre aquellos campos aporcelanados, pulidos, simétricos, que destilaban, sin embargo, un casi humano rezumo de espontaneidad y gracia como no había visto en ningún otro rincón del Viejo Mundo.
Y coronando las colinas, al pie mismo de los cielos, a la vera florida de los huertos, brotaban las aldeas, las poblaciones, los ramilletes de viviendas, las pléyades arquitectónicas. Estaban donde debían estar: coherentes, confirmadas por el paisaje, vivificadas por la sangre de gentes sencillas y eficientes, de seres autárquicos y empíricos, de campesinos hermanados por una misión y una tradición.


Bien sabía yo que no todo era allí eglógico. Se escondían bajo los techos centenarios, como en todos los sitios habitados por la atormentada criatura humana, miserias, explotaciones del semejante, egoísmos, desmesuras, descontentos, mentiras y crueldades. Pero no era con juicios de valor ético que yo sopesaba el panorama sino que lo contemplaba con espíritu geográfico, convocado por una secreta armonía. Existía un equilibrio evidente entre la obra cósmica y la obra antropológica; los hombres estaban asentados en sus verdaderos centros económicos y sociales, en sus arrecifes exactos, en sus puntos de apoyo necesarios. Pitágoras, redivivo, evocaba la música de los mundos bajo un manzano en flor.

Viento, polvo, soledadEntonces cerré los ojos y mientras el ferrocarril bordeaba la ribera del río toscano, contemplé con las pupilas del alma los pueblos uruguayos cercados por la soledad, desamparados en los potreros planetarios, enquistados en un horizonte monótono, aplastados por un cielo vengativo.


Y volví a ver sus calles polvorientas, andariveles del viento desnudo y la lluvia tediosa; sus veredas cubiertas por lamparones de musgo y cebaduras de mate ahíto; sus casonas descascaradas, enseñando bajo las encías de la cal las cariadas sonrisas del ladrillo; sus plazas sin flores, sus cementerio en ruinas, sus comisarías malolientes, sus prostíbulos lúgubres.


Volví a sorprender los mismos fatigados rictus en los mismos y repetidos rostros apergaminados, en los mismos labios burlones, en las mismas cejas agresivas, en las mismas mejillas resecas; volví a penetrar en los oscuros almacenes de “ramos generales”, con olor a oveja, a creolina, a humedad; volví a conversar con la maestra derrotada, con el médico filántropo, con el caudillo venal, con el remendón anarquista, con el cura quejumbroso.


Y sin quererlo sentí un cariño doliente por los pobres y olvidados pueblos de mi patria, por sus esperanzas lisiadas, por sus civilizaciones detenidas, por sus energías marchitas.Pensé contar algún día la historia de nuestros pueblos de campaña, describir su morfología híbrida, exhumar sus tipos humanos, hablar de sus mañanas absortas, de sus tardes pesarosas, de sus crepúsculos taciturnos, de sus noches nigrománticas, tan bien captadas por Martínez Estrada.


Dice, en efecto, el autor de la Radiografía de la Pampa que “la noche es la hora adecuada de esos pueblos silenciosos, entredormidos, saturados de lujuria, codicia y rencor”. Y prosigue: “Las luces de las casas y de los lejanos ranchos brillan como estrellas, a distancias telescópicas. Más lejanas que esas luces se oyen silbidos de animales inexistentes y misteriosos; sonidos finos y sutiles que embeben el tímpano como una droga soporífera. La llanura que de día pareció no existir recobra de noche una vida lejana, atenuada, persuasiva. Se puebla y se enriquece y cuesta trabajo no creer en las almas en pena.Esas voces hipnóticas son las voces de la sombra y el sueño que invitan a dormir y a morir.


Son los equivalentes de los crujidos nocturnos de los muebles, con que nos ponemos en contacto con fuerzas desconocidas del mundo; pero mucho más delicadas, infinitamente más penetrantes y que apenas dan miedo. Deleita escu¬charlas sin que se quiebren en el oído, recogiéndolas con toda la fuerza con que las emite la soledad, que mediante ellas adquiere un sentido perfecto.
Ese miedo de la noche queda pegado a las casas al amanecer. Lo que tienen de tristes y hostiles se comprende recordando que el día es un paréntesis de la noche”.
Lo que va a leerse es el amargo tributo que rindo a la nocturnidad de esos pueblos; de esos pueblos que conozco mucho por haber respirado la pesada atmósfera de sus bodegas morales, por haber vivido en sus microcosmos corrosivos de petulancia, envidia y desolación.


Hay en nuestro país dos especies de pueblos rurales. Unos, los del Sur, son las sucursales demográficas de Montevideo, la solución de los problemas de la vivienda cara y del aire sucio. Están en permanente contacto con la Capital; poseen buenos caminos de diástole y de sístole; sus pobladores –casi todos “abonados” al ómnibus o al motocar– disfrutan de variados y abundantes medios de transporte. Toledo, La Paz, El Sauce, Santa Rosa, Libertad y otros muchos poblados y villas meridionales forman la diadema suburbana o rururbana de la gran ciudad.
Otros, los del Norte, los del centro, los del Este, configuran un tipo distinto.No son más el campo puro aunque el campo los circunde. No son los remanentes ni los remedos de la ciudad aunque en algunas de sus instituciones y faunas administrativas se vislumbren los signos de la ciudad lejana.
Están a mitad de camino entre el silencio de los pastizales y el clamor colectivo de los hombres y máquinas que dialogan en la urbe.


Han perdido la inocencia natural de las cuchillas sin alcanzar la perversa dialéctica de la inteligencia cultivada. No viven casi; resuellan como toros malheridos; duermen como oscuros lirones; durante breves pausas de vigilia abren a veces tamaños ojos de búho entre dos períodos de sueño.Están al margen, en la periferia de las cosas. El ferrocarril, cuando lo hay, los sobrecoge de tarde en tarde con su estrépito de hierro, concita turbas endomingadas en las mágicas estaciones, las ilumina con gavillas de chispas y luego parte, inevitablemente, hacia las ciudades fabulosas.


Pero lo común es que sólo cuenten con caminos enlodados en invierno y sedientos en verano que los suturan –débiles puntos suspensivos– con las capitales del interior.


Las vías de comunicación no restañan su soledad infinita. Diríase, al ver sus casas sórdidas, sus calles desparejas, sus corralones llenos de moscas verdes, sus baldíos indolentes, que cejaron en su intento edilicio antes de haber llegado a la meta procurada; que son niños envejecidos antes de crecer; que son ancianos pueriles.
Pero no surgieron de adentro para afuera como la aldea europea, que constituye un núcleo humanizado con protoplasma agrario y pseudopodios viales. Cayeron en sus emplazamientos como polvo de otro mundo, como borras del viento y la distancia. Son de carácter centrífugo, marginal. Recogen las escorias humanas del campo, a los que ya no le tienen cariño al pago agreste, a los que carecen de la audacia necesaria para lanzarse al torbellino de la gran ciudad. Y la gran ciudad también los abastece con dos suertes de hombres; los fracasados, tipos que comparte con el campo, y los apóstoles, productos netamente urbanos.

Los tipos humanosEl fracasado no puede salir del sumidero. Llegó maldiciendo al terruño avaro y al terrateniente doloso, o es un producto fermentado de la urbe, como el Mujiquita descripto en Doña Bárbara por Rómulo Gallegos. El ambiente del pueblo lo retiene y aprisiona, lo envuelve con su chato ofidio de embotamiento, de maledicencia, de comadreo, de alcohol. El apóstol, en cambio, viene por su voluntad. Ya es la maestrita llena de ilusiones aparecida una mañana de sol tranquilo, amplia la sonrisa y tímido el gesto, que debe lidiar de inmediato contra la lengua de las solteronas apostadas tras las persianas, contra el funcionario público libidinoso e insinuante, contra el almacenero violento y soez, contra el alumno de bigote incipiente y ojos faunescos, contra el vecindario rudo y cicatero.
Ya es el médico joven que desestima la especialización tarifada de Montevideo y busca en las reglas hipocráticas la verdad olvidada por los colegas que operan en los bolsillos antes que en las vísceras. Ya es el simple mortal que cree en la serenidad aldeana, en las virtudes simples de la aurea mediocritas y se viene con su hato de sueños a celebrar su última cena entre doce Judas y un solo varón justo. A casi todos estos apóstoles los devora la ciénaga. Los infecta, los gangrena, y, finalmente, los amputa y entierra en la fosa común.


La masa amorfa prima sobre los individuos egregios; la vulgaridad los cubre con sus pinceladas de brocha gorda, de pasión espesa, de sebo letal. Las almas delicadas perecen o emigran. Pero las débiles pierden la batalla; a veces por resistir en castillos interiores se fosilizan y oxidan; otras, por llevar los cántaros a la fuente, se disgregan y evaporan.


Evaporación, ésta es la palabra. El pueblo es una charca que se evapora de continuo. La costra del salitre señala los niveles descendentes: las sales se adensan, las aguas se endurecen y los corazones se encogen como frutos sin riego. Cada pueblecito tiene su clase “aristocrática” –funcionarios, comerciantes fuertes, hacendados, profesionales– que vive en el casco urbano y concurre al Centro Social; otra clase imprecisa, fluctuante, crepuscular, amotina a los artesanos menudos, a los chacareros aledaños y a los jornaleros fijos para fundar un anticentro, un club democrático y deportivo; y como cauda trágica existe una plebe radicada en el suburbio, en el inevitable rancherío de mate y taba, de boliche y bailongo, de compadrazgo y truhanería. Los elementos masculinos de la clase “alta” hacen escapadas furtivas al perímetro proletario donde una sabrosa doncellez se demora o donde una celestina organiza loterías de cartones y mujeres. Todos los muchachos, en el turno iniciático de los quince años, conocen los ritos secretos de la “casa mala”, del lenocinio embozado en el bajo, sede de las luces rojas, de las guitarras turbias, de la carne triste.


Tras las personerías jurídicas se esconden las timbas clandestinas y las calave¬radas rufianescas. No hay nada que no se sepa o no se crea saber; en las tertulias de gente aburrida –siempre la misma gente, siempre el mismo aburrimiento– se despluman las reputaciones como si fueran perdices, y apodos llenos de ponzoña califican a la matrona dadivosa, al marido infiel, al efebo reincidente, a la virgen simulada.Las relaciones se anudan o se desatan formando constelaciones inestables: amigos ayer, enemigos hoy, amigos nuevamente mañana. Y son las mujeres las que ofician de sacerdotisas en este juego de agasajos y desaires, en esta tómbola de afectos y desafectos.


Lo que se hace en un extremo del pueblo repercute en el otro; la bondad y el altruismo no interesan; sólo se saludan con alborozo los tropiezos y las riñas, las enfermedades y los velorios, las caídas de los mirlos blancos en la picota pública.Todo es pequeño, mezquino, oblicuo. Todos se conocen o suponen conocerse demasiado.Todo se sucede con desesperante ritmo de pantalla lenta, de novela de Marcel Proust.


En cada pueblo hay un loco, un dramaturgo fallido que lee a Florencio Sánchez, un iluso que funda un periódico “para elevar el nivel cultural” y termina como detector de noviazgos o deslices. Y también son infalibles el agitador finisecular que atruena con las consignas de Kropotkin, la ninfómana obsecuente, el Don Juan melenudo. Estos son los inadaptados, los revolucionarios, las ovejas negras que practican a la vista y paciencia de la parroquia lo que en el mundo subterráneo de la misma se admite o tolera.


En cambio nadie se asombra de las extorsiones de los caciques, de la niñez analfabeta, del hambre que consume al pobrerío, de los comisarios coimeros y de los comerciantes que chupan la sangre a las familias menesterosas alquilándoles tugurios en el cinturón de latas y pulgas que circunvala al pueblo.

Las eternas preguntas¿Cómo sacar a estas comunidades de la postración en que vegetan? ¿Cómo elevar su punto de mira moral, cómo sanear sus aguas corrompidas?


Uno de los caminos es la civilización: más escuelas, más y mejores maestros, más carreteras y caminos decorosos, más noticias e instrumentos técnicos de la ciudad.
Otro, el más importante, es el de la justicia social: reinstalar a los pueblos mal ubicados; fraccionar la gran propiedad; crear huertas familiares; otorgar créditos a los pequeños productores; fomentar el espíritu cooperativo; terminar con los acaparadores e intermediarios; construir adecuadas viviendas económicas; castigar a los funcionarios rapaces; luchar contra el juego, el alcoholismo y la prostitución; descongestionar económica y geográficamente la gran Capital; reducir la burocra¬cia; crear un servicio profesional obligatorio para la campaña; enseñar a vivir y a convivir.


Pero este capítulo está en manos de los gobernantes. Yo, que sólo soy un testigo, me limito a describir y a interpretar, a pedir justicia y a despertar conciencias.
Y mientras tanto, patria adentro, los pequeños pueblos sin historia padecen y esperan una quimérica redención. O tal vez no esperan nada: indiferentes, amodorrados, enceguecidos por el sol, de bruces sobre la vieja tierra, siembran a los cuatro vientos la ceniza banal de su destino.

Páginas de mi juventud fue un ensayo fue escrito, hace justamente 58 años, en el mes de abril del año 1954(**) Antropólogo, escritos y poeta. UruguayUyPress

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