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CAUSA ABIERTA

¿Prebendas y pagarés?

¿Prebendas y pagarés?

Por Emilio Cafassi
Uruguay está en vísperas de un cambio gradual, quizás de un ajuste de tuercas en el mismo sentido de giro que inauguró el primer gobierno frenteamplista. Al menos eso espera una mayoría absoluta de la sociedad que respaldó la opción progresista para el próximo quinquenio. Pero no debe olvidarse que las tuercas ajustan sobre pernos viejos y oxidados que chirrían al primer movimiento. Un desafío consistirá en aprovechar los primeros síntomas de dureza para pensar un posible cambio de la llave-herramienta y, por qué no, la sustitución de toda la maquinaria. Es que en estos días, preguntarse por el financiamiento de la política es mucho más que discutir por plata. Hay al menos tres preguntas de diseño institucional que quedaron formuladas de manera algo ríspida y desprolija en el escenario mediático de los últimos días y que, en lo personal, me permitirán retomar el debate iniciado en este espacio sobre austeridad, honestidad y personalismo, que interrumpí para posar la mirada sobre la tragedia de Haití.
Las enumeraré, aunque no podré abordarlas hoy todas.
1)    ¿Cuál debe ser el salario de un servidor público ciudadano, es decir, de un ciudadano que ejerce transitoriamente una función pública por elección de la ciudadanía o por delegación de confianza de los electos?
2)    ¿Sobre quién deposita el ciudadano su representación: el candidato o el partido?
3)    ¿Es una celebración un acto de estado? Luego, ¿quién debe pagarlo?   
¿Por qué no suponer que toda situación transicional, toda fase de alumbramiento del cambio, aún tenue, conllevará incertezas, dubitaciones y malestares? ¿Por qué no suponer, además, que éstos serán probablemente mayores si no forman parte de un diseño preestablecido, de un programa o una planificación y, sobre todo, de un consenso sobre su ejecución? ¿Hay algo de malo en la acción sobre los acontecimientos mismos, en la improvisación? Sí, lo hay cuando de transformaciones políticas hablamos, aunque esto no signifique que ante la anemia programática, los cambios de circunstancias o imprevistos, sea preferible el inmovilismo o el continuismo conservador. Pretendo señalar que sería deseable que formara parte de un plan, que el horizonte a alcanzar y el rumbo para lograrlo fuera explícito y acordado. Como por ejemplo cuando los precursores del socialismo peyorativamente adjetivado como utópico, aquellos comprendidos entre las guerras napoleónicas y las revoluciones de 1848, expresaron una sobresaliente voluntad para imaginar, dibujar y experimentar en pequeñas prácticas formas de organización social alternativas. La crítica de estas formas concretas, sus posibles ingenuidades o imposibilidades fácticas, no deberían clausurar la pretensión creativa, el despliegue del vuelo imaginativo y la búsqueda de un croquis institucional superador. La formulación marxiana según la cuál, "la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos", sin soslayar su intención movilizadora original, es hoy una vaga sentencia impotentizante y conformista que elude tanto el horizonte cuanto el camino. Suplanta el sueño paradigmático por la incertidumbre pragmática con buenas dosis de fe. En las polémicas y gestos del Uruguay de estos últimos días no está en juego la emancipación humana, ni cambio revolucionario alguno. Sólo una desusada y casi inédita discusión sobre la naturaleza, ejercicio y control de la función pública, sus costos y beneficiarios. Que incluye explícitas manganetas y gambitos dentro de la matriz institucional vigente para alterar los propósitos del diseño original, al menos en materia salarial. Pero salvo excepciones, las transiciones requieren siempre ir “arando el porvenir con viejos bueyes”, si parafraseamos una conocida canción de Silvio Rodríguez. El aprovechamiento de la función pública para el mejoramiento de la situación económica o patrimonial de quién la detenta no es excepcional en las sociedades burguesas ni lo fue en las fallidas experiencias del “socialismo real”. No sólo por la comprobación empírica de innumerables casos de corrupción, sino además por la concepción común y generalizada del escalafón del político en la estructura distributiva de los ingresos de la sociedad. Porque se supone un privilegio (que lo es, como toda forma de ejercicio de un poder, aún transitorio y parcialmente controlable, aunque no revocable por los electores) que debe ser proporcionalmente reconocido remunerativamente en cualquiera de los tres poderes del estado (incluyendo en el ejecutivo, los cargos de confianza). En el primer caso, la proporción uruguaya es casi insignificante, al menos respecto a socios y vecinos. Baste recordar comparativamente los más recientes titulares involucrando al Gobernador de Brasilia o el enriquecimiento exponencial del ex Presidente argentino Kirchner. Pero no es el punto que me interesará discutir aquí, sino las formas de apropiación que no surgen del quebranto de las leyes, ni de violaciones a normas éticas inspiradoras de los institutos, sino de su cumplimiento estricto. Este diario publicó tres días atrás que el salario de un legislador es de $215.080. Preguntémoslo sin ambages: ¿quién gana en el Uruguay de hoy casi 11.000 dólares mensuales en blanco? Es obvio que, en este caso, el diseño institucional está autorizando la posibilidad efectiva del enriquecimiento personal, totalmente legal e institucionalmente consentido, del legislador. No podremos tampoco abordar hoy la descomposición de ese salario, pero no es sólo la magnitud la que debe ponerse en cuestión sino la desagregación cualitativa de rubros. La irrupción de los progresismos latinoamericanos no ha incorporado una reflexión sistemática ni sobre el financiamiento de la política en general, ni sobre la supervivencia material y retribución de los políticos, adoptando acríticamente el modelo liberal burgués. Este modelo fue concebido en la suposición de que los estancieros, los industriales, los empresarios en general, los profesionales liberales, los ideólogos del régimen, entre otros perfiles dominantes, son los sujetos activos de la política, casi como en épocas del voto censitario, y por ende deben poder compensar la desatención de sus fuentes principales de ingresos con salarios que les permitan mantener su nivel de vida precedente. Es recién cuando en las izquierdas ascienden líderes de extracción personal popular, que se encuentran intervenciones y actitudes valorabilísimas cuestionando la ostentación, el despilfarro y la desigualdad. Por ejemplo en el primer Lula, en Evo y en Pepe. Sin entrar realmente en tema, diré al pasar, que tanto el propósito del acto de traspaso de mando, como la continuidad de vivienda en la chacra, la venta de la residencia de Punta del Este, etc., están inscriptos en una miríada de gestos que cuestionan el usufructo personal de la política, aunque no necesariamente hayan sido bien resueltos en cada caso. Pero estas actitudes individuales no necesariamente fueron acompañadas por sus movimientos y partidos, ni menos aún llevaron a pensar reformas institucionales. Evo, inclusive lo plantea drásticamente como garantía de legitimidad, como en otra ocasión también cité: "quien de verdad entra a este juego democrático no lo hace para mejorar su economía. Tiene que empobrecerse, esa es la verdadera autoridad". Pero de lo que se trata es que si es así, debe institucionalizarse, del mismo modo que se institucionalizó el salario de privilegio y no sólo confiar en la honestidad y el compromiso personal del representante. En Uruguay, no casualmente, todos los actores políticos parecen reconocer, al menos parcialmente, la necesidad de límite y corrección de esta provocadora desigualdad e irritante prerrogativa. En la misma edición se informa que en el partido colorado los legisladores tributan un 10% de su salario (5% para el partido y el 5% restante para su agrupación), en el partido blanco es algo variable, pero próximo a un 15% o más. En el FA las variaciones, si bien inmensas en materia de topes, comienzan por un 15%, aunque el diario El País de ayer pone en duda la continuidad de este criterio. Si es así, el único debate es sobre porcentajes, dado que no habría diferencias conceptuales, ya que todos reconocen tanto la naturaleza partidaria de la banca ocupada, cuanto la obligatoriedad de corregir la atribución salarial y la libertad de apropiación privada mediante aportes económicos al partido. En mi opinión, de este círculo no se sale discutiendo números sino repensando la naturaleza de la función pública ciudadana. No existe el oficio de legislador, ni el de presidente, ministro o director. No forma parte de una calificación específica de la fuerza de trabajo ni debe agremiarse. Cualquier ciudadano puede ejercer esas funciones si otros ciudadanos lo votan o si un electo lo designa. Y la prueba está en que ejercen sus funciones de forma muy desigual según partidos e ideologías. Pero también esto sucede en ámbitos más restringidos para el ejercicio de derechos como la universidad. Tampoco existe el oficio de decano, sino la comunidad lo vota, lo mismo con un director de hospital, empresa pública autónoma, etc. Además de la intachable actitud que los representantes de izquierdas suelen tener, de la buena voluntad y rectitud cívica, con o sin pagarés, la política podrá neutralizar a los cazadores de beneficios personales, a sus mercenarios, cuando no reduzca ni incremente, sino que simplemente mantenga el mismo nivel de salario que los transitorios electos o designados tengan al momento de asumir y que se corresponde con sus inserciones laborales. En la escuela o la universidad, en la salud o las direcciones de confianza, en las legislaturas (todas ellas) o los ejecutivos. ¿Para qué más?   
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@mail.fsoc.uba.ar

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