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CAUSA ABIERTA

Un galerista sin escrúpulos que "vendió" arte a todo el mundo y se quedó con 88 millones de dólares

Un galerista sin escrúpulos que "vendió" arte a todo el mundo y se quedó con 88 millones de dólares

Ida Benucci es una mujer destrozada. La dueña de la galería del mismo nombre, en la Via del Babuino 150c, una de las direcciones más selectas de Roma, no se ha repuesto aún de los estragos causados en su vida por el galerista neoyorquino Lawrence B. Salander. "Confiábamos en él. Era una persona conocida, respetada. Se llevó muchísimas cosas de nuestra tienda, antigüedades muy valiosas, y nos pagó con cheques sin fondos", cuenta Benucci en conversación telefónica desde Roma. En total, la deuda asciende a unos 7 millones de euros. "Mucho dinero para una galería como la nuestra. Nos puede costar la ruina", dice.
Ruina es la palabra que más se asocia ahora a Lawrence Salander, 59 años, detenido y acusado el jueves 26 de marzo por un gran jurado de Nueva York de más de un centenar de delitos que se resumen en unos pocos: latrocinio, falsificación, fraude contable y perjurio. Salander vivió la última década mintiendo, engañando a unos y a otros, en una huida hacia delante que le llevó a contraer una deuda de 88 millones de dólares (más de 65 millones de euros). Robert M. Morgenthau, el fiscal que lleva el caso, comparó el negocio de Salander a una especie de pirámide de Ponzi, como la utilizada por otro famoso tramposo, Bernie Madoff. También Salander era un tipo sin escrúpulos, capaz de vender el mismo cuadro a varios coleccionistas o especuladores. Un maestro de la manipulación que operaba desde el despacho de su lujosa galería comerciando con obras de arte que no poseía.

Ida Benucci y su marido lo ignoraban todo cuando fueron a Nueva York con los cheques impagados. "Salander nos pidió disculpas, dijo que estaba pasando apuros económicos. Nos ofreció que cogiéramos lo que quisiéramos de su galería". Y los Benucci eligieron una docena de cuadros de Robert de Niro, padre, un artista de cierta fama en Estados Unidos, fallecido en 1993. Pero los cuadros no eran de Salander. Estaban depositados en su galería por Robert de Niro hijo, otro de los estafados. Tampoco eran del galerista los dos lienzos del artista Arshile Gorky, expresionista abstracto, usados como aval por Salander para obtener un crédito del Bank of America. Por las dos obras en cuestión, Pirate I y Pirate II, el ex tenista John McEnroe había pagado un millón y medio de euros en 2003 para asegurarse el 50 por ciento de interés. El arte, como los vinos de calidad, se negocia en el mercado de futuros, al margen de las Bolsas. McEnroe compró finalmente uno de los dos cuadros, pero no llegó a colgarlo en ninguna de sus mansiones. Supo que la obra Pirata II había sido adquirida también por otro inversor.

Corría el año 2005, y Larry Salander era todavía el más reputado marchante de arte americano de los siglos XIX y XX, aunque vivía ya atrapado entre sus sueños y la realidad. Convencido de que el mercado había tomado un derrotero inaceptable, se había volcado en la compra de arte antiguo: obras hermosas que costaban poco, y podían revenderse con un margen enorme. Pero para ello era necesario dar un vuelco completo a las tendencias del mercado. "Nuestra sociedad valora tres veces más en dinero a un Warhol que a un Rembrandt. Eso significa que estamos jodidos", declaraba Salander a The New York Times Magazine en marzo de 2008. ¿Cómo era posible que un cuadro de Jasper Johns costara el doble que el Madonna con Niño de Duccio, adquirido por el Metropolitan Museum de Nueva York por 45 millones de dólares en 2004?

El mundo del arte era una catástrofe, pero había llegado su salvador: Lawrence Salander. Un marchante con una reputación forjada en 40 años de actividad, sin formación ni títulos académicos, pero con gran olfato para los negocios. Nacido en Long Island en una familia judía de clase media, escaló en el organigrama de galeristas y marchantes desde una modesta tienda de antigüedades en Wilton (Connecticut) hasta el peldaño más alto del Olimpo artístico neoyorquino. Como ha contado su amigo Leon Wieseltier, crítico de arte de The New Republic, "es un tipo de la calle que ha leído a Ruskin (crítico de arte y escritor del 19)".

Salander nunca quiso seguir caminos trillados. Lo suyo era descubrir artistas, vivos o muertos, y rescatarlos del anonimato. Ya fueran De Niro senior, Leland Bell o Paul Georges. "Es un hombre inteligente. Habla poco, le gusta escuchar", recuerda Álvaro Alcázar, dueño de la galería madrileña del mismo nombre que en 2000 trató al neoyorquino. "Traje a la galería Metta, que entonces dirigía yo, a algunos de sus artistas, como De Niro y Larry Poons, y llevé a la suya, de la Calle 79 de Nueva York, esculturas de Adolfo Barnatán y cuadros de Eduardo Arroyo. Jamás dejó de pagarme una factura", asegura.

La última vez que le vio, hace cuatro o cinco años, Salander le pareció la persona de siempre. Pero encarnaba ya a otro personaje. Se había transformado en una especie de mesías del arte, de libertador de la belleza, relegada a un segundo plano por los especuladores. Y vivía a todo tren. Gastando el dinero a espuertas. Comprando cuadros y esculturas sin pagarlas. Viajando en jet privado de una feria de arte a otra, mientras las facturas impagadas se amontonaban en su oficina de la galería de la Calle 79 en el Upper East Side, y luego en la más lujosa sede de la Calle 71, inaugurada con enormes fastos en 2005.

Lo de Salander era una huida hacia adelante. Para mantener viva su cruzada en pro del arte verdadero, y su tren de vida, buscó el apoyo de un conocido, Donald Schupak, que trajo dinero fresco de un nuevo inversor, Jack Binion, dueño de un casino en Las Vegas e hijo de un supuesto mafioso, Benny Binion. Los tres crearon una firma ad hoc para financiar la gran idea del galerista. Cierto que las deudas crecían, pero Salander tenía un proyecto entre manos que podía resolver el problema. Preparaba una gran exposición con la que deslumbrar a Manhattan, titulada Maestros del arte: cinco siglos de pintura y escultura. Contaría con obras de Ticiano y Miguel Ángel y con una joya excepcional, El tañedor de laúd, atribuida a la escuela de Caravaggio. (El País de Madrid.)

 

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